El Domingo de Resurrección nos obligaron a adelantar sesenta minutos los relojes y finalizó la Semana Santa más pasada por agua y fría que recuerdo. A pesar de todo, la climatología adversa respetó la procesión General del Viernes Santo. Las borrascas Karlotta y Nelson consiguieron que los paraguas tuvieran más protagonismo que los capirotes y ocultaron los sollozos de los cofrades, quienes arrastraban entre charcos sus túnicas, frustraciones y tristezas. Les entiendo. También complicaron las vacaciones de algunos y los negocios de otros.
En nuestra tierra, la Semana de Pasión tiene la mala costumbre de hacer un paréntesis en primavera. Algo similar, en el plano climatológico, ocurría hasta el año 2000, con las ferias y fiestas patronales que se celebraban a finales de septiembre en la semana de San Mateo y que, en una acertada decisión, el entonces alcalde, Francisco Javier León de la Riva, las adelantó a la primera semana de septiembre coincidiendo con la Virgen de San Lorenzo. No pretendo, Dios me libre y nunca mejor dicho, sugerir un cambio de fecha sobre un asunto que decidió la Iglesia católica en el año 325 durante el primer Concilio de Nicea. Hablando de las fiestas de septiembre, no termino de entender por qué, faltando cinco meses, se han anunciado las primeras actuaciones en pleno corazón de la Semana Santa. Espero que no tenga relación con el adelanto horario.
El cambio de hora que se implantó en España en 1974 y se mantendrá, al menos, hasta 2026, nos ha traído el debate de siempre entre los que lo aborrecen y los que lo exaltan. Como somos tirando a cíclicos, en octubre, con la implantación del horario de invierno, se repetirá la polémica. Los que no lo soportan enseguida apelan a asuntos relacionados con la salud, en algunos casos un tanto disparatados, que van desde la depresión hasta el Alzhéimer. Los que lo aplauden nos dan un par de lecciones de ahorro energético, menor contaminación e incluso, si te dejas, te explican con detalle la Agenda 2030. Sinceramente, creo que, por lo general, salvo algunos casos de alteraciones del sueño que rápidamente se normalizan, no hay mayores problemas. Sin embargo, estas modificaciones horarias son muy útiles para la conversación con los vecinos en el ascensor, para la charla con el camarero de siempre mientras intentas tomarte un vino aislado de todo, para quitarte de encima un plan peñazo aludiendo al mal cuerpo que te producen estos cambios, para quedarte en casa viendo y oyendo la lluvia, para charlar con el peluquero e incluso para justificarte un día espeso y con pocas luces a pesar del aumento de luminosidad.
Hay horas para todo. Las horas punta (dan pánico a no ser que te quieras subir a un tiovivo), las primeras horas (agradables cuando no tienes que ir al curro), las altas horas (interesantes con vino y amigos), las horas muertas (que en ocasiones dan vida), las horas bajas (ideales para el diván), la hora sagrada de las cinco de la tarde (da expectativas de arte y sueños con puerta grande), la hora del adiós (que ahoga o libera)… Últimamente, de las que más se habla son de dos: la hora del blanqueo y la hora de la verdad. La primera, muy de moda para algunos que pretenden hacerlo con la dictadura, con ETA o con cierto dinero distraído y sucio. La segunda, la de la verdad, muy utilizada en los últimos días por nuestra clase política, a raíz de la constitución de las comisiones de investigación en el Senado y en el Congreso sobre el nauseabundo asunto de las mascarillas durante la pandemia. No esperen nada nuevo, salvo mayor enfangamiento del ambiente.