Me los encuentro con frecuencia en la plaza cercana a mi casa. Son un padre y un hijo que van siempre juntos. El padre andará por los sesenta y algo y el hijo tiene esa edad indefinible, muy difícil de precisar, asociada a algunas discapacidades. ¿Treinta y tantos quizá? Le cuesta mucho andar, siempre se apoya en su padre, y comunicarse. Tiene problemas cognitivos y de lenguaje, no se expresa con palabras, pero lo dice todo con gestos y sonidos. Puede que tenga algún tipo de parálisis cerebral, pero no me atrevería a asegurarlo porque, aunque en los últimos diez años me he familiarizado bastante con la discapacidad por mi trabajo, no soy ni de lejos un experto en la materia. Lo cierto, más allá de consideraciones técnicas, es que la vida no se lo ha puesto fácil a ese joven. Ni remotamente.
Lo que más me llama la atención cuando les veo es la capacidad que tiene el padre para transmitirle paz y tranquilidad a su hijo cada vez que éste se altera o se impacienta. Una palabra amable, una caricia, un beso, o varios, bastan para que el hijo encuentre la calma perdida y mire a su padre como quien mira 'un todo'. La última vez me los encontré en un semáforo y esos besos de cariño del padre al hijo, y los abrazos que éste le devolvía, me hicieron un nudo en el estómago y mojaron mis ojos. Otras personas, al ver cómo camina el hijo o los gemidos que emite, no lo ven así, claro. Se apartan o les miran con desconfianza y miedo. Miedo a lo que no comprendemos y quizá tampoco nos esforzamos por comprender. El caso es que casi siempre a su alrededor hay un espacio físico mucho más grande que el espacio vital que los humanos necesitamos para sentirnos a gusto en la calle.
En nuestra sociedad políticamente correcta y biempensante hay, por desgracia, discapacidades socialmente más aceptadas que otras. De primera y de segunda, si me permiten la ironía y asumiendo que todas suponen un grandísimo desafío -en calidad de vida, en autonomía, en igualdad de oportunidades...- para quien convive con ellas. No es lo mismo tener una discapacidad visual, auditiva o motora en términos sociales, para ser aceptados por el resto, por la tribu, que dar muestras de comportamientos que consideraríamos socialmente aberrantes: tambalearse al andar, emitir sonidos incomprensibles, gritar, deambular, hablar solos o con personas invisibles y otras alteraciones asociadas a los delirios, a los problemas de salud mental.
Ese segundo grupo de personas lo tiene todavía más complicado, sufre una doble discriminación -por tener una discapacidad, sea la que sea, y por los síntomas externos asociados específicamente a la suya-, como le ocurre al joven del que les hablo. Un joven que, además, nunca tendrá la autonomía suficiente como para poder caminar por la calle sin ayuda. Ya ni hablamos del acceso a una vivienda propia, a un empleo u otras necesidades o aspiraciones básicas, comunes a todos los seres humanos, y que entidades como en la que trabajo tratan de proporcionar a las personas con discapacidad, acompañándolas en su día a día y en la consecución de sus proyectos vitales.
En esta era de las redes sociales y la conectividad tecnológica que, paradójicamente, provoca una desconexión social y acentúa los miedos, traumas y soledades de las personas, tendemos a encumbrar, a considerar héroes, a cualquier inútil que se nos cruce por el 'feed' del Instagram con mucha parafernalia, mucho filtro y mucha verborrea. Y como vamos por la calle con demasiadas prisas y la cabeza incrustada en nuestros móviles -ocurren muchos menos accidentes de lo que sería lógico pensar viendo el grado de 'zombificación' del personal- no tenemos ni un minuto para pararnos y echar una ojeada a nuestro alrededor. Para cruzar la mirada con los verdaderos héroes cotidianos de nuestras calles y plazas…
Como el padre y el hijo de este artículo de opinión, que cada día se dan de ostias contra el mundo y contra las cartas que el azar cósmico que rige nuestros destinos, impasible, ha puesto en sus manos. ¿Qué ocurrirá con ese hijo cuando su padre ya no esté para acompañarle? ¿Quién le dará los besos en el semáforo? Por ellos, por ese padre y ese hijo que me conmueven cada vez que me los cruzo, y por muchos otros tiene sentido el Día Internacional de las Personas con Discapacidad que celebramos el pasado martes. Ojalá no existiera en el calendario.