Hace unos días, abrazado por un cabreo sordo fruto de la desaparición de la familia de cisnes, me acerqué al Campo Grande. Si bien les he comentado en otras ocasiones que me gusta dar este tipo de paseos con Mun, la perrita sabia de mi hija, esta vez lo hice solo, al igual que el Rey Felipe VI en su visita oficial a los países bálticos, abandonado y ninguneado por el Gobierno. Mi soledad no fue fruto de ningún desaire, sencillamente las mascotas, como el humo, tienen prohibida la entrada en el parque. Lo segundo, siendo fumador, lo comparto, lo primero no. Pienso que un peludo bien sujeto y vigilado por su acompañante no debería tener estas limitaciones.
Mientras deambulaba por la zona del lago, un trabajador del Servicio de Parques y Jardines del Ayuntamiento me paró para agradecerme los comentarios elogiosos que había hecho sobre sus compañeros en mi última columna. Era un hombre amable, con muchos trienios a su espalda, un profesional gran conocedor del Campo Grande, que se mostraba orgulloso de su trabajo. Un buen tipo de los que miran de frente y no parecen tener dobleces. La experiencia, que alguna tengo, me ha enseñado que los empleados públicos suelen estar por encima de los responsables políticos.
Como durante los primeros días de la desaparición de las aves acuáticas algún enteradillo, de esos que todo lo saben y rápidamente lo difunden, hizo correr el rumor de que detrás de este asunto estaban «los gitanos o los inmigrantes», y al intuir que el jardinero no tenía ninguna intención de acogerse a la quinta enmienda, aproveché el saludo para preguntarle por el tema. Me indicó que todo apuntaba a que habían sido robados, comentándome que los amigos de lo ajeno no toman vacaciones y que los espacios verdes de la ciudad son un uno de sus lugares preferidos para satisfacer sus aficiones. Acostumbran a birlar no solo aves, también flores, plantas, arbolitos, papeleras y todo lo que se puedan imaginar y se cruce en su camino, excepto las ardillas que son más hábiles y rápidas que ellos. Por lo general, no tienen ninguna característica especial que les delate, ya que son de todo tipo y pelaje. Son una plaga difícil de combatir.
Entre risas, un tanto amargas, ya que los dos arrastrábamos un disgusto similar, nos despedimos comentando posibles propuestas para abordar este problema: ampliar las placas indicativas de 'espacio libre de humo' con un nuevo rótulo de 'espacio libre de chorizos'; establecer un cordón sanitario, actualmente tan de moda, contra los amigos de lo ajeno; requerir la intervención del ejército o solicitar la celebración de otro Pleno extraordinario del Ayuntamiento para que nuestros ediles profundicen en sus reproches. Bromas aparte, lo que parece evidente es que culpar a los gitanos o a los inmigrantes no debiera nunca ser un argumento. Simplemente es fruto de cerebros intoxicados por el cruel, fácil y populista discurso xenófobo que cada día atrapa a más ciudadanos y que, en España, lo alimentan algunas formaciones políticas que todos conocemos y no merecen, ni siquiera, ser citadas. Es una epidemia en la que el respeto, la solidaridad y la igualdad son sustituidos por la discriminación, el rechazo y el odio contra los extranjeros o diferentes grupos étnicos.
Me alejé del Campo Grande recordando a la familia de cisnes, pensando en la xenofobia y tarareando los versos de Antonio Machado que musicó Serrat: «En todas partes he visto…Mala gente que camina y va apestando la tierra…».