Entre Halloween -festejo hortera importado a martillazos-, las visitas a los cementerios y la colocación urbana de los adornos navideños han vuelto las entrañables castañeras a las calles céntricas de la ciudad. Son los únicos negocios que han sobrevivido a las franquicias, las peatonalizaciones, las clínicas a pie de calle, las tiendas de fundas de móviles y los salones de uñas. Algunas mantienen la misma ubicación que hace un siglo. Ni Zara ha podido con ellas.
Su llegada anuncia que está a punto de entrar el tiempo invernal pucelano, ese frío silencioso, agudo, crudo y gélido que produce vapor de agua al caminar, que incrementa los problemas respiratorios, que te deja helado solo de pensar en él, aunque cada año parece más suave y la niebla ha dejado de ser su fiel compañera. Es tiempo de caldo previo al vinito mañanero, de bufanda, de cocido con todos sus sacramentos y de castañas calentitas en las manos, sin duda, más efectivas y con más encanto que los guantes.
Suelen aparecer cuando se quita la alfombra azul de la Seminci, que este año, además de una buena programación, según la crítica, ha conseguido, gracias a su nuevo director, José Luis Cienfuegos, que la prensa nacional se interese por el certamen. A los anteriores responsables parecía que les daba urticaria los medios de comunicación de Madrid o Barcelona. Ahora solo queda que la prensa del resto de las provincias de la Comunidad le dediquen el espacio que se merece. Cuando eso ocurra, empezaremos a sentirnos más castellanos y leoneses. Para que el sentimiento de comunidad crezca es necesario que los de unas provincias nos alegremos de los éxitos de las otras y vivamos con solidaridad sus fracasos. Por cierto, este año, durante la Seminci, he echado en falta los labios de Manolo Sierra y las imágenes irrepetibles e inconfundibles del fotoperiodista Gabi Villamil.
Volviendo a las castañeras, es lo único que se mantiene igual en mi memoria infantil de aquellos largos inviernos, en lo que los charcos amanecían helados desde noviembre hasta bien entrado febrero, siendo casi un ritual pisotearlos camino del colegio para, a la vuelta a casa, comprobar que seguían envueltos en hielo. El inconfundible aroma a castañas asadas nos transporta súbitamente a la niñez y a la Navidad.
En la actualidad, esta época del año se ha llenado de fiestas y días que pretenden imponernos como tradiciones de no sé bien qué. Se empieza con Halloween; continuamos con el Black Friday; las navidades se adelantan a finales de noviembre abusando de iluminación; Papá Noel, que en mi época creo que tenía prohibida la entrada en el país -el régimen siempre cuidó mucho las fronteras-, ahora ya tiene su cabalgata compitiendo con la de los Reyes Magos; en enero tenemos el 'Blue Monday' y, unas semanas después, irrumpen los carnavales. Antes, todos estos acontecimientos no existían. En cambio, recuerdo bien las paveras que en torno a las navidades merodeaban por los alrededores del Mercado del Val o los serenos yendo casa por casa solicitando el aguinaldo. Ya saben que cualquier tiempo pasado no fue mejor, fue simplemente vivido, recordado y bien adornado por la memoria.
La tradición dice que fueron los gallegos quienes llenaron España de puntos de venta de castañas y permitiendo que el negocio pasase de padres a hijos. Actualmente, apenas utilizan el papel de periódico para hacer sus cucuruchos, este año están a cuatro euros la docena y pueden servir para sacar a algunos las castañas del fuego que, después de las últimas declaraciones ante el juez del comisionista y condecorado por el gobierno de Sánchez, Víctor de Aldama, muchos están muy necesitados.