Jesús Fonseca

EL BLOC DEL GACETILLERO

Jesús Fonseca

Periodista


Caminar es abrazar

16/03/2025

El mundo no es comprensible. Ni falta que hace. Importa lo que importa: que no es tanto comprender como abrazar; abrazar incluso lo que no comprendemos. Y es que, la intensidad del abrazo, llega donde no alcanza la comprensión. Cualquier trabajo interior, capaz de convertirnos en mejores personas, exige salir de nuestro egoísmo y pensar que nada nos otorga una mayor libertad que dar y darnos. «Necesitamos un reconocimiento mutuo, de persona a persona, no basado en la confrontación, sino en el afecto; no determinado sólo por los lazos de sangre, sino basado en el desprendimiento», asegura mi buen amigo el portugués José Tolentino Mendonça, en su reciente libro «La amistad: un encuentro que llena la vida». Hoy, amable lector, dedico esta gacetilla al milagro de tener un aliado al que hablar de corazón a corazón. Los amigos de verdad, tienen su propia lengua, les basta un gesto para entenderse. La amistad, además de ser el plato fuerte de la vida, es ese espacio en el que construimos una historia que es sagrada, por más que esté entretejida de gestos sencillos y enteramente humanos. «En la verdadera amistad –afirma Tolentino Mendonça– somos uno con el otro». Los amigos no violentan los afectos, ni invaden la intimidad del amigo, del que no esperamos nada y lo esperamos todo. El renacentista francés Michel de Montaigne, aclaraba que él sólo creía en la amistad de «las almas que se enlazan y confunden una con otra, por modo tan íntimo que no hay medio de reconocer la trama que las une». Otra inteligencia privilegiada del siglo pasado, el novelista y periodista austriaco Joseph Roth, Escribió una carta en el verano de 1935 a su amigo Stefan Zweig en la que le decía: «al final la amistad es la verdadera patria». ¡Qué cosa tan bonita! Así es: los amigos hablan su propia lengua. Basta una palabra para entenderse. Incluso una mirada, para saber lo que nos pasa por dentro. La diferencia entre el amor de pareja y el amor del alma, que no otra cosa es la amistad, radica quizás en que el amor romántico rechaza los límites y fronteras. La amistad, en cambio, no. Si escondo algo de mí en una relación de pareja, antes o después, se convierte en una carga insoportable; pero, en la amistad, afrontamos las limitaciones y peculiaridades del otro con naturalidad; entendemos que hay una vida propia sin nosotros y más allá de nosotros. Esto sucede porque   la amistad no conoce la posesión que, a menudo, –aunque no siempre– condiciona a la pareja. Los verdaderos amigos aceptan los límites: «lo que no podemos saber del otro, dejamos que siga siendo incognoscible», sostiene la psicoanalista francesa Françoise Dolto.   El propio Aristóteles defiende que, la amistad auténtica, descansa en la gratuidad y la no dependencia. La amistad es un milagro, sí. ¡Qué tesoro tan grande cuando se logra ese entendimiento mutuo, sin ataduras, de persona a persona! Un encuentro no emponzoñado por la posesión, sino basado en la gratuidad y el bien del otro, mientras el corazón se ensancha.