El pasado 2 de diciembre, mientras paseaba recordando a un ser querido que ese día hubiese cumplido años, me saltó un teletipo en el móvil que informaba del fallecimiento de Concha Velasco. Compartía nombre con quien iba pensando.
Como tantas veces, caminaba sin rumbo fijo y, al ver la noticia, me dirigí a la calle Recondo número 2 donde Concepción Velasco Varona había nacido un 29 de noviembre de 1939, siete meses después del último parte de la Guerra Civil. El edificio ya no existe y no hay ninguna placa que informe del primer hogar de Concha Velasco en Valladolid. Desde allí, me trasladé a la Acera de Recoletos donde también vivió, buscando las sombras de una cría que bailaba y cantaba como los duendes. Los que conocen bien su biografía dicen que, con menos de cuatro años, solía ir a cantar y bailar en las mesas de 'La Pecera' (Círculo de Recreo o Casino de Provincias) y gracias a su prematuro arte conseguía algunas perrillas. Era el arranque de los años más duros de la dictadura, aunque se le quedó atrapada la infancia en su sonrisa que mantuvo siempre.
Su padre, militar franquista - en aquella época si no lo eras, no eras militar -. Su madre, maestra republicana, lo mejor para ser buena educadora en aquellos tiempos sombríos. De la rama materna surgen sus profundas raíces pucelanas y fue la que hizo que llevase nuestra ciudad en el corazón. Siempre presumió de ser de Valladolid, más que nosotros de ella, sobre todo durante sus primeras etapas artísticas.
Mientras buscaba sombras de un lado para otro, observé mucha suciedad y demasiadas hojas en el suelo (sé que estamos en otoño, pero…). Alguien debería tomar nota de forma urgente y más, cuando al día siguiente, el domingo 3, el concejal responsable, Alberto Cuadrado (VOX), informaba en una entrevista que «la limpieza es un enfermo que se ha dejado agonizar mucho tiempo». Si sigue por ese camino dejará de ser enfermo para pasar directamente al tanatorio.
Volviendo a Concha, no pude o no quise, despedirla en la capilla ardiente instalada en el Teatro de La Latina de Madrid, ni acudí a firmar en los libros de condolencias dispuestos en el Ayuntamiento de nuestra ciudad, ni al funeral en la Catedral, ni al entierro en el Panteón de Personajes Ilustres en el cementerio del Carmen (Valladolid). No quería incluir en mi memoria esos recuerdos. Nunca me han gustado las despedidas.
Fue una comediante descomunal, una profesional y una artista cargada de talento y con una sonrisa que podía con todo. Supo bien que lo básico de su oficio es ser, en cada ocasión, un nuevo personaje, sin dejar de ser ella misma.
Algunos caminamos junto a ella 70 años de la historia de España y vivimos sus distintas etapas; en el primer franquismo, durante los largos años de la censura, en el tardofranquismo, en los tiempos del destape cutre y en los momentos de su cine y teatro comprometido. Es difícil señalar solo algunos hitos de su carrera artística. Me quedo con el beso con José Sacristán en 'La Colmena', el Don Juan Tenorio con decorados de Dalí y con la serie televisiva sobre Teresa de Jesús.
Como a todos, los años nos menguan en estatura, pero ella los supo esquivar creciendo como persona y artista. Realizó una transición modélica desde Conchita a Concha, cambiando de registro con una elegancia difícil de imitar, era camaleónica y tenía el arte de reinventarse. Que su recuerdo viva en nuestra memoria para siempre y que veamos cumplir, más pronto que tarde, los compromisos que han adquirido con ella las autoridades.