Por trepidante y agotadora que sea la vida política, por muchas luces que adornen las ciudades, por música que exista, por reclamos publicitarios que se inventan, por mucho que en estas fechas nuestras calles se desborden de gente y de compras, por mucho que... estas fechas navideñas tienen algo, o mucho, de especial. Como en todo, habrá excepciones, pero la inmensa mayoría de hombres y mujeres, viejos y no tan viejos, no podemos escapar a nuestra memoria, a lo que fuimos y lo que somos. Un pequeño pellizco se nos instala a ratos en nuestro estómago. Inevitable una cierta nostalgia.
Son fechas en las que se celebran las presencias pero las ausencias se hacen más vívidas que nunca. En todas las mesas, de ricos y no tan ricos, hay sillas vacías ocupadas en otro tiempo por nuestros seres queridos que cuando éramos niños les creíamos inmortales. Ahora ya sabemos que nadie es eterno.
En mayor o menor medida hay una cierta tendencia a volver a la infancia. Ese tiempo en el que solo existe el presente, en el que nuestros padres, llenos de vida, ponían el árbol y el Belen. Nos llevaban a ver a los Reyes y al llegar a casa el aroma a canela nos decía que eran días especiales.
A muchos nos falta más de un ser querido, muy querido, y les veremos a todos ellos sentados a nuestro lado. Las sillas estarán ocupadas por el recuerdo inamovible de aquellos a los que amamos y ya no están. No es malo ni negativo dar paso al recuerdo, a la nostalgia. Lo malo es no tener nada que recordar. Lo malo es la soledad de muchos hombres y mujeres. Lo malo son los niños asolados por la guerra o la pobreza. Lo malo es el dolor y el horror que asola parte de nuestro mundo en donde la maldad nos hace preguntarnos eso de donde estaba Dios... hay demasiadas sillas vacías en nuestro mundo. Demasiadas.
Las sillas vacías no impiden que la vida siga, que nos sorprenda, que nos dé alegrías y disgustos. El horror y el dolor no anulan la extrema bondad de aquellos que de un modo u otro, y con independencia de sus creencias, dedican su vida a los demás, acompañan a ancianos en los asilos, sujetan la mano del moribundo solo o se visten de payaso para arrancar la sonrisa inocente del niño enfermo.
Tenemos derecho a la nostalgia. No voy a renunciar a ella pero al mismo tiempo, y aunque cueste, es necesario el ejercicio de ahuyentar la tristeza, el esfuerzo por mantener esperanza aunque nada invite a ello. Nuestras sillas vacías nos deben trasladar a mirar de manera especial a los que tenemos entre nosotros, buscando como buscaron, en este caso, mis padres nuestra felicidad, nuestro bienestar. Siempre con ternura y olor a canela.