El ánimo de los sirios bascula entre la alegría y el miedo, y ambas emociones en su grado más alto. El júbilo es inmenso por el derrocamiento del sanguinario Bashar Al Assad, el psicópata que ha miserabilizado la vida de sus compatriotas hasta extremos inconcebibles, destruyendo tantas de ellas, y el miedo, un miedo fatalmente pegado a esa alegría, por el temor de que al infame régimen saliente suceda otro de similares características, sostenido igualmente por el desprecio a la vida, la violencia, la intolerancia y la persecución de la libertad en cualquiera de sus manifestaciones.
De momento, en éstas primeras horas de la victoria insurgente, ni el miedo ni la incertidumbre pueden sobreponerse a la dicha de las cárceles abiertas de par en par. En ellas no había asesinos ni ladrones, o en muy escaso número, pues unos y otros se hallaban fuera, gobernando/torturando al país, y las imágenes de los hombres y las mujeres sepultados en las sórdidas celdas recobrando la libertad son demasiado hermosas como para ser fundidas, momentáneamente, por ninguna inquietud. Mañana, sin embargo, se echará de menos la liberación de los siete millones de sirios que se hallan presos en los campos de refugiados, millones de familias sin techo ni esperanza desde hace más de una década, y que en su día huyeron con lo puesto del gas sarín y de los barriles explosivos de Bashar Al Assad, o de las decapitaciones públicas del Estado Islámico, o de un Alepo minuciosamente pulverizado por los bombarderos rusos. ¿Podrán volver? ¿Encontrarían su hogar entre los escombros?
Todavía hay sirios ahogándose en el mar, tratando de escapar de la muerte lenta en los campos turcos de concentración pagados por Europa. En realidad, durante los 13 años que ha durado esa guerra de todos contra todos alimentada por las potencias, todos los sirios han vivido en la muerte. Los caídos, en una muerte rápida; los supervivientes, en una muerte lenta. Que de ahí emerja hoy algo de alegría, bien que penetrada de inquietantes augurios, es un milagro, pero toda esa gente machacada necesitaría un milagro duradero, y nadie es capaz ahora de establecer la duración de los milagros. Fugaz pero maravilloso, hoy acaricia el corazón de la humanidad uno, el de las cárceles abiertas de par en par, de donde salen, entumecidos y perplejos, miles de resucitados.