Alfonso Goizueta

Alfonso Goizueta

@alfonsogoizueta

Doctor en Relaciones Internacionales y finalista del Premio Planeta 2023


La insoportable pandemia de hacerle fotos a todo

18/03/2025

No puede uno ir dando un paseo por, pongamos Madrid, pero extrapolable a cualquier ciudad del mundo, sin que el ochenta por ciento de la gente con la que se cruce (quedándonos cortos en la estimación) esté interactuando con su smartphone. Casi siempre suele ser haciendo una foto. De hecho, uno suele tener que agacharse para esquivar la línea de una foto que alguien está tirando desde el otro lado del bulevar, de forma descarada y sin importarle nada la voluntad de quien no quiere salir en ella. Las redes sociales han convertido la fotografía en una nauseabunda profusión de vanidad en la que la gente, movida por una suerte de adicción química a verse en la pantalla, refleja absolutamente todos los detalles de sus vidas. Desde cómo cruzan el paso de cebra sacando un pie para posar, a la cerveza que se están tomando, pasando por un cristal de coche perlado de gotas de lluvia (como si acaso fuera la primera vez que vemos llover y tuviéramos necesidad de compartir tan insólita experiencia), al sin techo con el que se cruzan por la calle (sí: hace poco vi a una turista la mar de divertida haciéndole una foto a un hombre que dormitaba al sol en un banco del Paseo de Prado, mientras sus compañeros de AirB&B a su vez la grababan y se reían). 
Adelante, pruébenlo. Estense atentos a los jóvenes y no-jóvenes que sin ningún tipo de pudor (pudor por sí mismos, por el tiempo que pierden y las ridiculeces en las que caen) apoyan los teléfonos móviles contra el saliente de una fachada o el retrovisor de un coche y se ponen a bailotear tontamente frente a la cámara de selfie, haciendo una, dos, tres… diez tomas, las que sean necesarias, hasta que la coreografía les quede perfecta. Los escenarios donde se dan estos espectáculos del ridículo humano son variopintos; están por todas partes. El otro día entré en un supermercado y encontré a dos niñas, no tendrían más de catorce años, la una grabando a la otra mientras caminaban con pasos de modelo por el pasillo de los congelados. Estaban serísimas, absolutamente concentradas en la importante labor que llevaban a cabo. Vayan a cualquier parque, al del Retiro, por ejemplo, y verán cuanta gente camina grabándolo todo llevando en alto el teléfono, como si fuera una suerte de antorcha de la libertad. Me pregunto para qué graban: si para visionar el vídeo esa noche en sus camas, privándose del sueño, o si para compartirlo en redes sociales a la espera ansiosa de que alguno sus fantasmagóricos seguidores les regale un like
Me pregunto por la raíz del problema y concluyo que esta necesidad de estar pegado al teléfono haciendo reportaje de todo parte de una incapacidad manifiesta para estar presente en el momento. No estás comiéndote esa hamburguesa, sino haciéndole la foto para poder decir a los demás y recordarte a ti mismo que te la has comido. Lo mismo con el concierto al que no atiendes, sino que grabas, la puesta de sol, que no disfrutas, sino que fotografías. Esa incapacidad de pausa, de estarse quieto y presente en el momento de disfrute se resuelve tirando tontamente de móvil y fotito. El problema es de pensamiento: estar presente requiere de algún tipo de discurso mental, de filosofía, de mirar alrededor y poder valorar el instante en el que se está sin necesidad de tener que convertirlo en una story de Instagram con música pegadiza. Miren a los que van haciendo fotos a la comida, las puestas de sol, los pasos de cebra, las gotas de lluvia, y piensen luego, permítanse emitir un pequeñito, diminuto, juicio de valor sobre la inteligencia y profundidad de esas personas. Quizá me haya equivocando titulando esta columna, y la insoportable necesidad de hacerse fotos y de promocionar el contenido de nuestras vidas no sea una enfermedad en sí misma sino el síntoma de una indigencia mental e intelectual de niveles pandémicos. 
Menudos tiempos. 

#TalentosEmergentes