Diego Chiaramoni

Desde Argentina

Diego Chiaramoni


A la vera de las aguas eternas

23/12/2024

Por aquello del peso gravitacional de la raza -y digo 'raza', que no es un concepto biológico sino la contextura espiritual de una estirpe-; por vocación filosófica y por conciencia de realidad, me asumo un espíritu clásico. Un espíritu clásico es aquel que, ante todo, comprende que las cosas poseen su propia medida y que esa medida no la puede imponer la razón humana. El homo mensura, que viaja a través de los siglos, quizás desde que Protágoras sentenció aquello de «el hombre es la medida de todas las cosas», no cabe en la cosmovisión de un espíritu clásico. La razón, que ama ensoberbecerse, limita hacia el este con la ceguera y hacia el oeste con la violencia. Frente al espíritu clásico se levanta el espíritu ilustrado, aquel que sostiene que la luz de la razón puede auscultar hasta el fondo último de la realidad y que, por tanto, no cabe lugar para el misterio. Sucede que, luego del largo sueño de la razón técnica, como afirman Adorno y Horkheimer en su Dialéctica del iluminismo: «la tierra enteramente iluminada resplandece ahora bajo el signo de una triunfal desventura». Lo escriben Adorno y Horkheimer, que fueron pensadores honestos, aunque la Escuela de Frankfurt, de realista y clásica tenía muy poco.
Castilla, madre de mis sueños, musa agápica de mi prosa, «corazón épico de España» -como me gusta llamarla-, hunde sus raíces en un espíritu clásico. Su concepción de la vida y de la libertad, de la lucha y de la dignidad, su mesura en el dolor y su aplomo en la gloria, su largo silencio de siglos como testigo inconmovible de un cruento olvido, son signos inequívocos de ello. Ahora bien, suele suceder que la vida nos sorprende irremediablemente, y aquí me veo, en la mesa del Café de siempre donde garabateo mis artículos, agradeciéndole mis recuerdos a un sueño ilustrado ¡Fíjese usted! Un espíritu clásico implorándole adjetivos al castellano para narrar sus impresiones sobre esa maravilla a la que Don Raúl Guerra Garrido, con irrepetible autoridad, denominó alguna vez: «una epopeya civil del Siglo XVIII». Aquí estoy entonces, en el Café de siempre, escribiéndole al Canal de Castilla. 
Mis días lejanos habían macerado un sueño. Un sueño que encontró su génesis en una imagen dialéctica: navegar en la meseta. El proyecto germinal del Canal de Castilla, consistía en comunicar la infinita meseta castellana con el insondable verde oscuro del Cantábrico. Para ello era necesario abrir surcos profundos en el corazón de las benditas tierras del pan. Un sueño que parecía anticipar aquello de Azorín: «No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla». Los desniveles del terreno se salvarían con un sistema de esclusas y, para ello, los hombres debían aportar el árbol carnal de sus brazos y un racimo ríos hermanos, el caudal de sus aguas. Aquel sueño, aunque inconcluso, dibujó en el abdomen de la tierra castellana una improvisada 'i griega' invertida con sus tres puntos bien definidos: Alar del Rey, a los pies de la montaña palentina por el norte, la Ciudad de Valladolid por el sur y Medina de Rioseco por el oeste. 207 kilómetros de una cinta acuosa que espeja el cielo castellano hace doscientos años; un cielo que no es cualquier cielo y que se revela solamente a quien sabe mirarlo, es decir, a quien acepta 'encielarse' castellanamente.
Llegué a Medina de Rioseco un sábado de junio, por la mañana. La Ciudad de los Almirantes me recibía con la serena claridad de los pueblos nobles. Allí hablaba todo: la antigua piedra civil y religiosa, la madera estoica de los soportales, los ecos ahogados del antiguo Cine Omy, el trabajo manual de Iván en su taller de compostura de calzados. Entre las recomendaciones de mi amigo Jaime González - a quien creo jamás le pagué el pasaje de autobús - resonaba en mi memoria: «no olvides probar los abisinios de Cubero», y así fue: entre mates bien argentinos, Medina de Rioseco se grabó a fuego en mis retinas y también en mi paladar. 
No puedo precisar cuánto fue lo desandado hasta llegar al Canal, pero de repente, una 'U' interminable se abría ante mis ojos, un remanso de aguas terrosas que tímidamente reflejaban la silueta de la antigua Harinera San Antonio. ¿Era aquella U, la inicial signada por el destino para revelarme algo UNICO? ¿O era quizás la U de 'Ulloa', el pequeño barco con el que al fin navegaría en la meseta? Tenía frente a mí la hierofanía de un sueño que, desde hacía mucho tiempo, había trazado caminos de sirga en mi corazón.
Y zarpó el Ulloa remontando el Canal, y todo aquello que imaginé en el film ocre de lo onírico, se reconstruyó ante mis ojos como una epifanía mineral. El llanto del cereal lagrimeando olvidos en el corazón de las viejas harineras, el óxido de los días petrificando los molinos, la piedra carcomida por el rumor del agua, las esclusas regulando los recuerdos, las casetas, las acequias y los puentes. Más allá, los palomares 'amoblando el paisaje' -como nos enseñó Delibes-, una cruz cortando los cielos, el melancólico canto de la avutarda; todo estaba allí, en aquella 'pequeña Toscana' como la bautizó Gustavo Martín Garzo en una de sus novelas. Lo imaginé todo, desde el dolor sacrificial de las mulas hasta el lento apagarse del Marqués de la Ensenada en su exilio vallisoletano de la otra Medina, la del Campo. 
J. A. Martínez Climent, un ornitólogo alicantino que se enamoró del paisaje hasta el punto de echar raíces a la vera del Canal, nos regaló hace dos años una pequeña joya titulada Liturgia de los días. Un breviario de Castilla. En una de sus páginas nos deja picando está reflexión: «En Castilla, no es necesario recurrir a la nostalgia para ver todavía las viejas formas que durante siglos ha sustanciado la vida», y creemos que es así, que esa es la fuerza centrípeta de Castilla, su médula metafísica. 
Aquel día, antes de dejar el Canal, me acerqué a unos patos que caminaban al borde las aguas. Ellos, mendigos de pan, no tardaron en picotear desde la palma de mi mano abierta al cielo de Castilla. Fue entonces, en aquella instantánea que me tomó la vida, que comprendí todo: somos mendigos, mendigos de belleza a la vera de las aguas eternas.