En un mundo político inundado de hipérboles y exageraciones, resulta un ejercicio nostálgico pensar en aquella España de los años tranquilos de la democracia en la que gobernaba la derecha o la izquierda y el mundo no se hundía. Podría haber diferencias, era incluso sano que las hubiera y hasta animaba el ambiente que las pusieran en común los protagonistas en sus sesiones parlamentarias de bastante más rigor y calidad oratoria que las de ahora, pero había un cierto respeto por el antagonista hasta que el mundo político y la vida pública cambiaron radicalmente aquél nefasto año 2015 en que aparecieron los de la nueva política. Los que arrastraron la moderación por delante. Ahora, ocho años después de aquellos polvos, el lodo del camino lo ensucia todo porque el relativismo ha hecho un nido tan grande como el de un águila real de nuestra convivencia. Vale todo, se perdona a los privilegiados, se condena a regiones como ésta a tener menos inversiones y se le niega la amnistía a su deuda, y todo por el color político que ostentan sus instituciones. ¡Qué añoranza de aquellos años!
Se había calentado tanto el ambiente sobre las manifestaciones que iban a arrasar el Congreso durante la investidura de Sánchez que volvimos a pasar otra vez esa cierta nostalgia, supongo que del cojo Manteca o algo así, al comprobar que en la plaza de Neptuno de Madrid se quedaban solo los mil y pico policías desplegados hasta por las alcantarillas. La alerta antifascista tampoco fue necesaria esta semana, como ocurrió cuando se decretó en diciembre de 2019 por primera vez ese concepto tan perjudicial que tanto daño ha hecho. A partir de ese momento, todo valió y todo ha desembocado en la delicada y hasta grave situación actual de la política española. ¿Qué habría pasado si la investidura no hubiera salida adelante? Los idus de noviembre nos habrían traído una disolución automática de las Cortes y una convocatoria electoral, con posible victoria de la derecha, pero ¿dónde habría llevado eso a España? A una etapa de mucha mayor tensión con la izquierda en la oposición y las calles agitadas hasta términos que dejarían en anécdota lo que estamos viendo cada noche en la sede socialista de Madrid. No aceptación de los resultados, deslegitimación del adversario, negación de la posibilidad de que haya alternancia en el poder. Totalitarismo, en suma. Lo mismo que ahora, pero al revés.
La máxima expresión de todo esto. Hemos visto esta semana a un dirigente político del máximo nivel riéndose a carcajadas de su rival en la tribuna del Congreso, la más solemne plataforma de respeto y símbolo del diálogo y el debate entre diferentes ideologías y formas de ver la vida. Es el mayor signo del desprecio hacia el adversario, la mayor expresión de repugnancia irrefrenable de un líder hacia otro que este cronista ha visto en un debate parlamentario en muchos años de ejercicio. Y otro motivo más para la nostalgia.