Una república de soñadores

Ernesto Escapa
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Pozal de Gallinas

Una república de soñadores

Pozal de Gallinas se sitúa junto a la antigua cañada de Medina a Olmedo, al borde mismo del Pinar del Rey. La prueba de que el pueblo no lleva con gusto su nombre, siempre propenso a las chanzas, es que ya en 1559 trató de eximirse de la jurisdicción de Medina bautizándose como Morales del Rey, aunque no pudo culminar la muda por problemas económicos. Siglo y medio antes, el infante Fernando de Antequera había cedido sus rentas al monasterio de La Mejorada, que está al otro lado del Adaja y fuera del pinar. Un enclave rodeado de viñedos, cuya estampa maltrecha rescató del abandono el talento del arquitecto Rafael Moneo.

En agosto de 1467, el rey Enrique IV aguardó en Pozal de Gallinas, paseando por las eras clareadas al pinar, la suerte de los suyos, que peleaban en Olmedo frente a los partidarios del príncipe Alfonso. Por la vera del pueblo pasa la carretera de Olmedo a Medina y por el pinar discurre la trinchera del tren veloz. La iglesia de Pozal, dedicada a San Miguel y edificada en el último tercio del siglo dieciocho, es un notable ejemplar neoclásico, cuyas trazas se deben al arquitecto Juan de Sagarvinaga, ocupado en esas fechas en la construcción del cuartel monumental de Medina del Campo. El pueblo había aumentado su feligresía hasta el punto de que unos años antes tuvieron que hacer una tribuna en la iglesia para aupar el órgano y ganar espacio en la nave. A pesar de su mal nombre, Pozal domina una gleba próspera, que todavía hoy retiene más de medio millar de habitantes. Con el empuje de la nueva iglesia, se arregló también la casa del Concejo. La ermita barroca de la Virgen de la Estrella luce en un altozano, junto al camino de Pozaldez. A las afueras del pueblo, un abrevadero mudéjar muy arreglado recuerda el paso tradicional de rebaños por la cañada.

Entre Medina y Pozal, a medio kilómetro de la carretera, pervive la torre truncada del despoblado de Pedro Miguel, una aldea medieval que conoció un efímero despertar utópico entre 1864 y 1867, en la antesala de la revolución de septiembre de 1868. En aquel momento, la Junta de Valladolid suprimió el Seminario Conciliar, mientras en otras provincias se concedía permiso para construir capillas protestantes y se clausuraban templos católicos. Sólo en la provincia de Sevilla, cerraron 34 de esta tacada. Claro que no todas las revueltas tenían el mismo signo. En Burgos, por poner un ejemplo cercano, un tropel de exaltados, a los gritos de Viva la Religión y Viva Carlos VII, cosieron a puñaladas al gobernador civil. Pedro Miguel era uno de los despoblados medievales de la Tierra de Medina, cuyo único vestigio suele ser el muñón descarnado de un viejo torreón. Así los vemos todavía en Romaguitardo, entre Villaverde de Medina y Nueva Villa de las Torres, o en Miguel Serracín, cerca de San Vicente del Palacio. Son torres truncadas de ladrillo y calicanto que apenas alcanzan a evocar lo que pudieron ser en otro tiempo. Entre todas, esta de Pedro Miguel ofrece la singularidad de su cobijo en hornacina.

Aquel falansterio utópico de Pozal de Gallinas se bautizó como República de los Pobres y nunca llegó a alcanzar el vuelo que Charles Fourier soñó para sus comunidades, que habían de resultar suficientes para cuatrocientas familias compartiendo trabajo, consumo y un estilo de vida hedonista, acorde con las necesidades y sueños del ser humano, que nunca apuntaron hacia la servidumbre. Un lugar donde el trabajo y su esfuerzo se reconciliaran con el juego, para evitar las restricciones que terminan abocando al ser humano hacia los conflictos. De hecho, la memoria de la gente tenía entonces todavía muy viva la llama de los Motines del Pan, así como de la extrema indigencia que los había provocado. La década de los cincuenta había sido en Valladolid y en Castilla un hervidero de lamentos y protestas, que contrastaba con el despegue floreciente de la aristocracia harinera.

En 1854, la hambruna desató una devastadora epidemia de cólera, cuyos efectos se vieron enseguida recrudecidos por la mala cosecha de 1856, cuando la escasez motivó otra subida del precio del pan. El Canal de Castilla ya llegaba a Valladolid y a Medina de Rioseco, y a su paso prosperaba la industria harinera, pero las familias trabajadoras carecían de recursos con los que saciar el hambre. Aquel verano de 1856 fueron las mujeres quienes encendieron la mecha de la protesta, especialmente cruda en Palencia y Valladolid. El 22 de junio cientos de mujeres levantan la ciudad con sus proclamas: “Ya llegó el feliz momento, / de que la tortilla se vuelva, / que los pobres coman pan, / y los ricos coman mierda”. Otro tanto ocurre en Palencia. Arden tres harineras en Valladolid y en la represión mueren veintiuna personas. Las mujeres, a garrote vil; los hombres, fusilados. Pero no serán las únicas víctimas, porque más de sesenta acaban sus días en los presidios. Estos sucesos tienen repercusión en Europa y alimentan la atracción del campo vallisoletano entre los utópicos europeos, discípulos del visionario Fourier.

Luego, las dificultades sobrevenidas de inmediato desperdigarán a los integrantes del falansterio de Pozal de Gallinas hacia la aventura americana, donde fundarán nuevas comunidades por los alrededores de Nueva York. Pero este corto verano de la utopía agraria dará pie al presidente O’Donnell a comentar en las Cortes que el socialismo ha levantado su cabeza en Castilla. Justamente, donde más difícil resultaba esa emergencia, después de la derrota comunera. Desde luego, la comuna de Pozal fue una aventura pasajera y efímera, que dejó pocos rastros. Los más significativos, los indirectos. Porque del viaje americano regresaron algunos triunfadores con la nostalgia bien arropada de fortuna. A ese próspero retorno corresponde la arquitectura colonial de Casa Giraldo, convertida en la Posada del Pinar, o la aventura agraria del suegro de Ricardo Baroja, Evaristo Monné, en La Ventosilla de Gumiel de Mercado, junto al Duero. Con alguna fantasía, en los últimos tiempos los cultores de este tipo de resonancias utópicas detectaron alrededor del torreón medieval de Pedro Miguel, solitario en medio del campo, cavidades ocultas cuyo secreto nadie ha logrado descifrar. Y por ahí andan, ocupados en esa pesquisa. El torreón conserva los muros de argamasa y el piso del cuerpo superior desmochado.