El día que a Fernando Bolea le diagnosticaron Alzheimer, de algún modo, su mujer también contrajo la enfermedad. Y no porque Cristina Ortega empezara a sufrir los terribles síntomas que llevaba tiempo viendo en su pareja, sino porque desde ese momento empezó a dedicarse en cuerpo y alma a su cuidado, poniendo en un segundo plano su vida personal y profesional. En pocos meses tuvo que dejar su trabajo como higienista dental y auxiliar de odontología. Y cuando casi no se había mentalizado de ello, el rápido avance de la enfermedad hizo que se tuviera que acostumbrar a duchar, vestir y dar de comer a su marido todos los días. Un hombre con solo 54 años que había sido jugador y entrenador de élite de balonmano.
La historia de Cristina es la de miles de mujeres que asumen el papel de cuidadoras de grandes dependientes desde la invisibilidad. Un trabajo que tiene rostro femenino y que carece de reconocimiento porque se da por hecho que se tiene que hacer. Un trabajo que implica entregar una vida a otra persona, a veces durante décadas, las 24 horas del día. Sin descanso. Un trabajo del que nadie quiere saber nada y que suele implicar un deterioro de la salud física y mental. Un trabajo, en definitiva, extraordinariamente duro, por mucho que se haga con todo el amor del mundo y aunque las que lo desempeñan digan, desde el corazón, que lo volverían a hacer mil veces.
Cristina está convencida de que el punto de inflexión en la vida de Fernando llegó el 7 de junio de 2016, cuando el equipo que entrenaba, el Bidasoa, le comunicó que no iba a seguir contando con él, pese a que dos días antes estaba en el balcón del Ayuntamiento de Irún celebrando el ascenso a la máxima categoría. «Fue un shock emocional», recuerda. A partir de ahí vino la depresión. «A mí esto me ha matado», no paraba de repetir.
Cristina Ortega posa con un retrato de su marido, fallecido el año pasado. - Foto: Jonathan TajesY el bajón anímico dio paso a descuidos cada vez más preocupantes. «Se le olvidaban las cosas y tenía problemas para coordinar los pasos de cualquier actividad», recuerda Cristina. Por entonces ella sabía que algo no iba bien, y sus sospechas se confirmaron cuando vio a Fernando intentando poner el asa de un frigorífico en el centro de la puerta, en lugar de en el lateral.
Pero no fue hasta 2019 cuando les dieron el diagnóstico: Alzheimer. Para entonces Fernando ya había perdido dos empleos en la industria metalúrgica porque su estado no le permitía rendir.
El avance de la enfermedad fue muy rápido y Cristina tuvo que asumir todos los cuidados. «Se lleva muy mal porque es algo difícil de comprender y porque es una pelea continua, de día y de noche», dice. Hasta que llegó un punto en el que la situación la supero, por los «síntomas de esquizofrenia y paranoia» que tenía Fernando, que estuvo más de un mes sin pegar ojo y perdió doce kilos en 20 días. Su situación estaba tan descontrolada, que no fue fácil encontrar un centro en el que le aceptaran. Como no fue fácil para Cristina dar ese paso. «Hay que mentalizarse de que ingresarles no es abandonarles, sino buscar ayuda para cuidarles», dice. De hecho, ella siguió viendo a Fernando todos los días y tiene claro que, después de atravesar ese desierto (su marido falleció el año pasado), lo volvería a hacer un millón de veces para estar junto a él.
Rosa María García sostiene la mano de su hija Lucía, que sufre parálisis cerebral. - Foto: Jonathan Tajes«Es normal»
La sensación de agobio que tuvo Cristina es absolutamente normal y tiene un nombre: síndrome del cuidador quemado. «Es una sobrecarga tremenda que hace que las cuidadoras a veces se olviden de ellas mismas», explica la psicóloga Ana Sánchez. Y habla en femenino porque este trabajo casi siempre recae en las mujeres. «Estas personas viven un duelo anticipado que lleva al estrés, la ansiedad y, a veces, a la depresión», añade. Y a la culpabilidad, sobre todo después de momentos de irritabilidad que son absolutamente comprensibles. Según esta profesional, la mejor herramienta para afrontar esta situación es hacer entender a las cuidadoras cómo funciona la enfermedad que tienen delante. Que sepan que es la enfermedad la que actúa, no el familiar. Y que se dejen ayudar, algo que no siempre pasa.
Por todas esas fases ha pasado María Antonia Nieto, 'Toñi', quien lleva casi 20 años lidiando con la esclerosis múltiple que ha hecho que su marido sea un gran dependiente antes de cumplir los 60. Su compañero ya no puede hablar, utiliza pañal y se alimenta mediante una sonda. Es decir, ella es el pilar de sus cuidados, aunque cuenta con la ayuda de una persona por la mañana para levantar y asear a su marido.
Henal Losa cuida desde hace años de su marido, paciente con ELA. - Foto: Jonathan Tajes'Toñi' tuvo que dejar su trabajo en un comercio de muebles un año después del diagnóstico, ya que su pareja ya necesitaba ir en silla de ruedas. Desde entonces, su vida ha sido un sacrificio constante. «En realidad, no vives tu vida, vives la de él, no puedes ir a ningún sitio y casi no tienes derecho a ponerte enferma», explica. «Son muchos años de un cansancio extremo, de monotonía, pero como se supone que es algo que te ha tocado...». Su discurso solo se ilumina al preguntar qué es lo que más echa de menos de todo lo que se ha perdido: «¡Viajar! ¡Me hubiera encantado viajar a muchos países!».
Estas mujeres reivindican su trabajo y su derecho a sentirse mal sin que eso se interprete como un desafecto hacia los familiares a los que cuidan. De hecho, lo que más echan de menos es no poder compartir con ellos una vida plena, sin las limitaciones de la enfermedad. «Yo siempre iba con mi marido a todos los sitios, pero llegó la esclerosis cuando teníamos el piso pagado y la hija criada... cuando íbamos a empezar a disfrutar de verdad», lamenta 'Toñi'.
Un sacrificio muy similar al que ha hecho Rosa María García, una enfermera del Hospital Universitario Río Hortega que tuvo que renunciar a parte su trabajo cuando su hija Lucía nació con parálisis cerebral. Más de la mitad de su carrera ha sido a media jornada, con todo lo que eso implica a nivel profesional y económico.
A pesar de que reconoce que ha pasado por épocas difíciles, Rosa muestra una entereza que sorprende. «Malos momentos en la vida los tenemos todos, seas cuidador o no, pero yo lo he encajado bien porque mi meta en la vida es que mi hija sea feliz», dice. Lucía es el centro de su discurso. De su vida.
Tampoco le preocupa que la sociedad mire para otro lado ante un problema incómodo. «Puede que haya alguien que te vea y diga 'buf, vaya vida que lleva esta mujer', pero a los diez minutos se le olvida, la gente no muestra interés por conocer este mundo y conseguir que se implique es muy difícil», opina. Porque 'la vida que lleva esa mujer' es una vida en la que tiene que levantar de la cama todos los días a su hija de 33 años, asearla, darle de comer, salir a pasear, etcétera. «Todo lo hago con ella, pero no me preocupa ni me sienta mal, no me parece que sea una carga», añade.
Cuidadora dos veces
El caso de Henar Losa es mucho más reciente. Un día cualquiera del año 2018 su marido se levantó con una cojera. Lo que parecía un problema pasajero empezó a ser más serio cuando la falta de movilidad se trasladó a la otra pierna. Después, cansancio generalizado. Hasta que en 2019 les dieron el diagnóstico: esclerosis lateral amiotrófica (ELA).
A partir de ahí, la enfermedad empezó a acelerarse. «Perdió la voz muy rápido, le empezó a costar comer y se quedó muy delgado, hubo que meterle la PEG (gastrostomía endoscópica percutánea) y el respirador», explica Henar. Ella tuvo que asumir este papel de cuidadora después de haberlo hecho con su padre, que falleció de un cáncer de estómago poco antes de que le diagnosticaran ELA a su marido. «Yo ya me había planteado volver a dar clases de inglés, o a mi campo, que es auxiliar de clínica», recuerda. Pero su vida se volvió a congelar: «Pensé que me moría».
Afortunadamente, su situación económica le permitió contar con tres ayudantes. También tuvo la suerte de tener un grupo de amigos que adaptó todas las actividades a la nueva situación. «Estamos rodeados de gente maravillosa, lo primero que nos dijeron es 'no tenemos ni idea de qué va esta enfermedad, pero... enséñanos'», recuerda emocionada. Cuando su marido podía salir de casa, ellos se preocupaban de que todo estuviera adaptado en el sitio al que fueran; ahora que no puede, las reuniones se organizan en el hogar. Todo para conseguir que Henar tenga los respiros que necesita para seguir adelante. Aunque eso no evite los momentos de angustia. Como cuando dejó de funcionar el respirador principal y el de repuesto y tuvo que estar durante 30 minutos encima de su marido con un balón respiratorio hasta que llegó uno nuevo. O cuando reventó una manguera del respirador y tuvo que intervenir cuando su marido «ya tenía los ojos vueltos y estaba echando espuma por la boca».
Situaciones que pondrían los pelos de punta a cualquiera, pero que son el día a día de un colectivo que reclama más ayuda a la Administración. O un mayor reconocimiento de una sociedad que tiene una deuda pendiente con estas 'manos invisibles'.