AJosé Lapeña le diagnosticaron cáncer de pulmón cuando tenía 76 años, después de que los médicos encontraran una mancha sospechosa en uno de esos análisis anuales que se hacían a todos los trabajadores que habían estado expuestos al amianto. Hacía 17 años que se había jubilado, pero sus más de dos décadas en Uralita habían dejado una huella en su organismo que terminó siendo mortal, aunque tardara en manifestarse.
Cuando el doctor del Hospital Clínico Universitario comunicó a la familia la fatal noticia, les dijo que también estaba afectado el mediastino, una parte del tórax que tiene la función de que diferentes órganos mantengan la distancia entre sí. El diagnóstico era fatal: una esperanza de vida, en el mejor de los casos, de un año. Los familiares no se lo trasladaron al enfermo con toda su crudeza y se centraron en animarle a comenzar una recuperación que se antojaba complicada, porque ninguna operación ni la quimioterapia podía evitar lo inevitable. Pero Amelia, hija de José, tiene muy claro que su padre sabía lo que había, aunque no lo dijera. «Él era muy inteligente», recuerda.
Tanto lo sabía, que meses antes de que se produjera el fatal desenlace él ya vaticinó que el día señalado iba a ser el de su 77 cumpleaños. Una predicción que se cumplió con la precisión de un reloj suizo, ante el asombro de toda su familia.
Hace diez años que José falleció, pero Amelia todavía recuerda la ansiedad de esos meses. Al principio pasó por una fase de no aceptación. «¿Cómo va a durar solo un año si solo tiene una pequeña mancha?», pensaba. Un mecanismo de defensa con el que trataba de soportar lo insoportable: el hecho de que su padre se moría y ella no podía hacer nada para evitarlo.
José dejó su empleo de conductor de camiones para entrar en Uralita a principios de los 70. Aparentemente, era un buen cambio. Mejor sueldo y un trabajo más estable. Eso sí, su puesto era uno de los más comprometidos, porque estaba en la nave de la molienda, donde más polvo se generaba. Su función era llenar sacos con el material resultante de esta operación, cuando la prevención de riesgos laborales era un concepto completamente desconocido.
Aunque la familia conocía los problemas de salud que había generado el amianto en todo el mundo, José no tuvo ningún síntoma hasta los últimos meses de su vida. «Pero es cierto que absolutamente todos los trabajadores que han estado expuestos a este material tienen la mosca detrás de la oreja», señala. Amelia estaba especialmente sensibilizada con este tema porque desde que era muy joven se dedicó a informarse sobre los riesgos laborales del empleo de su padre. «Siempre he tenido miedo», reconoce. Sobre todo a raíz de que en otros países europeos, como Francia, se empezara a prohibir la utilización de este material y en España no se hiciera lo mismo.
Esta «inacción» por parte de la Administración y las propias empresas empujó a Amelia a hacerle una promesa a su padre antes de que falleciera. «Le dije que iba a seguir luchando para que se hiciera justicia», señala. Y así se embarcó en una maratón de trabas judiciales para lograr que se reconociera legalmente que su padre había sufrido una enfermedad profesional. Además, también demandó a la empresa y terminó ganando el juicio. «Al desgaste psicológico y emocional de todo lo que te ha pasado hay que añadir el que te produce tener que lidiar con los tribunales», explica. Porque Amelia nunca se rindió, aunque le intentaran convencer de que su padre no podía tener una enfermedad profesional casi 20 años después de haberse jubilado. Ella insistía en que esta enfermedad se puede manifestar de forma tardía y el origen está en los años que su padre pasó en Uralita. «A veces tenía la sensación de que me trataban como si solo me interesara el dinero, y es cierto que hubo momentos en los que pensamos en tirar la toalla, pero es que yo le había prometido a mi padre, justo antes de que le sedasen, que iba a hacer todo lo que estuviera en mi mano para que se hiciera justicia», recuerda. El tiempo y, lo que es más importante, los tribunales, han acabado dándole la razón.