Son las nueve y media de la mañana en el número 10 de una calle cualquiera del barrio de Vadillos. Hay una mujer de unos 60 y tantos años, aunque aparenta muchos más por su aspecto sucio y andrajoso, apoyada en una pared. Tiene la mirada perdida y hay dos profesionales de los Servicios Sociales municipales que la flanquean en silencio. De vez en cuando le hablan, con cariño, pero no consiguen arrancarle una sola palabra, ni siquiera un gesto. Quizás sea una anciana extraviada que están buscando sus hijos y nietos. Pero no es el caso de Josefa. No hay hijos ni nietos que traten de dar con ella. Nadie. Acaban de desalojarla temporalmente de su casa para limpiarla por orden judicial. Padece el síndrome de Diógenes, con un perfil complejo, que la lleva a recharzar la ayuda de los Servicios Sociales. Y ya es la cuarta vez que esto sucede.
Hay policías en la entrada del portal, junto a un camión de la limpieza del Ayuntamiento que se va llenando poco a poco. Los operarios, doce, van en procesión con cubas y carritos llenos de bolsas cerradas con basura, aunque a veces se puede ver algún mueble con churretes de grasa e incluso escobas y fregonas poco usadas de una época que revelan que quizás a esa señora, que llegó al edificio hace 42 años, le acompañó la cordura. Según relata un vecino, hace 30 dejó de saludar y de hablar y comenzaron a emanar los olores, sobre todo en verano («Huele a pescado podrido»). Siempre estuvo sola, aunque las moscas y las cucarachas le acompañaron.
Subir las escaleras se empieza a hacer difícil a partir de la segunda planta, sobre todo si no llevas mascarilla. Las ganas de vomitar son casi inmediatas al pasar por la puerta de la casa, donde se encuentran tres agentes. Avanzamos rápido, casi sin mirar, para poder hablar con los vecinos, que, salvo una, no quieren revelar su identidad. La sensación de mareo no se puede evitar y una señora ofrece generosamente un 'tapabocas'.
Unos tablones de madera junto a la entrada del domicilio de la señora. - Foto: J.T.Verano «horroroso».
La mujer señala a dos moscas grandes como un dedo gordo que descansan plácidamente en la pared. Amenazan con entrar en su casa y en la de la familia de al lado, que, como ella, está indignada. Es un matrimonio con una hija. «Un día me pidió que le arreglara la goma de la bombona de butano, entré y se me quedaron pegados los zapatos al suelo», señala el hombre, que, como todos, confía en que se lleven a la señora a una institución por el bien de ella y de la comunidad, aunque recuerdan que la última vez se fue «y volvió a los diez minutos». «Esto es un horror, sobre todo en verano», apunta la hija, que dice 'no' al preguntarle si alguna vez han pensado en vender la casa e irse de allí. Sonríe a la pregunta de quién lo compraría.
Ningún vecino sabe cómo ni por qué Josefa perdió la cabeza. Solo que fue hace tres décadas, que por la noche salía a la calle a rebuscar entre la basura para guardar comida en una bolsa y traerla a casa. También, según cuentan, se quedaba a oscuras en las escaleras de la comunidad por la noche, observando y hasta jugando.
Ahora hay que ver qué va a pasar con ella. Los operarios siguen sacando sus 'tesoros'. En dos días se han llenado cinco camiones, unos 8.000 kilos de basura, rematando la labor hoy. Como señaló ayer un trabajador, «ha salido muchísimo y queda un largo recorrido». Da fe que la mujer sobrevivió con pan y agua almacenada en botellas de plástico de litro y medio, ya que el agua del grifo no era potable. No saben si se irá a una institución mental. Lo que es seguro es que nadie vendrá a buscarla.