María José García Sánchez se convirtió el 16 de junio de 1981 en la primera mujer policía nacional asesinada por un acto terrorista. Fue durante un operativo en Zarautz (Guipúzcoa). Cuando estaba inspeccionando una vivienda, recibió un tiro en la cabeza de los terroristas que huían del lugar. La Dirección General de la Policía eligió el pasado mes de enero este trágico suceso para que esa fecha, el 16 de junio, se convirtiera desde este año en el Día de las Víctimas del Terrorismo en la Policía Nacional. Una forma de honrar a los 188 fallecidos entre 1968 y 2015, y a sus familiares.
Entre esos 188 hay tres vallisoletanos, tal y como figura en los archivos de la Policía Nacional. El primero de ellos es Florentino Herguedas, nacido en Torrescárcela en 1922 y que se encontraba a cargo de la Unidad Especial de Radiopatrullas de Madrid. Un día, cuando estaba esperando el autobús en el barrio de Carabanchel para ir a trabajar, un joven le pidió ayuda para que actuara en un grave accidente. Un anzuelo perfecto para un policía que se ofreció a ayudar, pero que recibió un disparo en la cabeza en cuanto dobló la primera esquina. El atentado fue reivindicado posteriormente por el Grapo.
El segundo fue Rafael Mucientes, nacido en Mojados en 1949. Murió el 6 de agosto de 1987 cuando estaba destinado en Vitoria. La banda terrorista ETA colocó un coche bomba en una cuneta y activó el mecanismo cuando la patrulla en la que iba Mucientes pasó por allí. El impacto alcanzó de lleno el coche y este agente murió junto a otros compañero de dotación. Estaba casado y tenía dos hijas.
La tercera víctima mortal fue Francisco Javier Sanz Morales, también destinado en Madrid. Concretamente, en el distrito de Carabanchel. El 17 de noviembre del año 2000, después de patrullar durante toda la mañana, se dirigió al colegio Luz Casanova para presentarse a la directora. Al salir, cuando se disponía a coger su moto, se le acercaron dos jóvenes con la supuesta intención de preguntarle algo. Ambos eran miembros del Grapo y uno de ellos llevaba escondida una pistola bajo el abrigo que utilizó para descerrajarle un tiro en la nuca. Después le robaron el arma reglamentaria y huyeron a pie.
Son los tres vallisoletanos que figuran en la lista de la Policía, aunque hay otros dos agentes que también fueron asesinados y en algún momento de su carrera estuvieron destinados en Valladolid. Es el caso de Fernando Llorente Roiz, un cántabro que fue trasladado desde la ciudad del Pisuerga a Bilbao para ser asesinado por ETA el 7 de mayo de 1975. El segundo es Luis Lorenzo Navarro Izquierdo, natural de Ampudia (Palencia). Un subinspector que murió en Basauri por la explosión de un coche bomba de ETA.
La Junta de Castilla y León, aprovechando la llegada de este día, acordó esta semana conceder a la Policía Nacional la Medalla en Defensa y Atención a las Víctimas del Terrorismo por su «empeño en garantizar el bien y la seguridad pública».
Es la tercera vez que se concede esta distinción. Las otras dos fueron para el comandante Juan José Aliste Fernández, a título póstumo y para el Grupo de Acción Rápida de la Guardia Civil, «por su contribución a la lucha antiterrorista».
Otras víctimas
Más allá de las 188 víctimas mortales, hay otras muchas que sobrevivieron a estos ataques, aunque arrastren secuelas físicas y psicológicas para toda la vida. Es el caso de F. P. y Sebastián Nogales, policías nacionales que sufrieron los ataques de ETA.
F. P. (víctima del atentado de ETA en la T4): «La onda expansiva vino hacia mí como un tsunami de metralla»
El atentado de ETA en la terminal 4 del aeropuerto de Barajas, el 30 de diciembre de 2006, no solo segó la vida de dos personas, sino que supuso la ruptura de la tregua que la organización terrorista había anunciado el 22 de marzo de ese mismo año. El policía nacional vallisoletano F. P. lo sufrió en sus propias carnes. Por entonces él formaba parte de la Unidad de Intervención Policial (UIP) de su ciudad de origen, aunque estaba circunstancialmente en Madrid haciendo labores de vigilancia y prevención con motivo de las fiestas de Navidad.
Cuando el aeropuerto de Barajas recibió un aviso de bomba y se comprobó lo real de esa amenaza, F. P. recibió la orden de desplazarse hasta allí para trabajar en el desalojo de las instalaciones. Lo hizo con todas las dudas e incertidumbre, porque ETA llevaba por entonces más de nueve meses de tregua. «Lo primero que hicimos fue desalojar a toda la gente que estaba en el exterior esperando taxis y a familiares», recuerda. Cuando ya estaba en mitad de esta operación, llegó una nueva comunicación de los técnicos especialistas en desactivación de artefactos explosivos (Tedax) que confirmó el peligro, ya que la furgoneta que finalmente explotó parecía bastante cargada. Esta comunicación hizo que se acelerara la operación y que la Policía intentara meter dentro de la terminal a todo el mundo, ya que ahí iban a estar más protegidos que en el exterior.
Y precisamente ahí es donde estaba F. P. cuando la furgoneta explotó. Fuera del edificio, ayudando a un padre desesperado que no lograba encontrar a su hija. «Tengo vagos recuerdos, porque me pilló en el exterior y la onda expansiva me lanzó contra las cristaleras... estoy vivo de milagro», recuerda. Perdió el conocimiento, pero se despertó a los pocos minutos, cuando todavía estaba allí. «Tenía heridas en la cabeza y en otros sitios, estaba conmocionado y no oía absolutamente nada», recuerda. Finalmente, el Samur le trasladó a la clínica San Camilo, donde le hicieron la primera exploración. Las múltiples hemorragias que tenía eran resultado de distintas lesiones en la espalda, los oídos y otras partes del cuerpo.
Es casi imposible prever cómo puede reaccionar cada persona en un momento así, pero lo que pensó este policía al despertar en mitad del caos, y al borde de la muerte, dice mucho de su vocación de servicio. «Lo único que tenía en la cabeza es saber cómo estaba la niña que estaba buscando», asegura. En ese momento él no lo sabía, pero la pequeña también resultó herida.
F. P. tampoco olvidará la sensación que tuvo justo cuando explotó la bomba: «Se hizo un silencio y recuerdo que la onda expansiva venía hacia mí como un tsunami de metralla, escombros y todo el destrozo hecho en el aparcamiento, una nube negra que vino hacia mí y me hizo salir volando». Después, todo se quedó en blanco. Ni siquiera recuerda el dolor, quizá porque el cuerpo necesita unos minutos para asimilar todo el daño que acaba de recibir. Puede que sea por la propia adrenalina del momento. «No sabes si estás vivo o si estás muerto... no sabes nada».
Ese día comenzó su peregrinaje entre clínicas de Valladolid y Madrid, «con una atención exquisita por parte de los médicos», que la sirvió para recuperarse «poco a poco». Aunque hay un dolor interno que nunca se va. Un estrés y una ansiedad que vuelve cada vez que recuerda ese día y que en parte se mitiga con la certeza de que ese día, al refugiar a la gente dentro de la terminal, salvó muchas vidas. «Es la única satisfacción personal que tengo de ese día, además del aprecio personal de mis compañeros y mi familia, algo fundamental en el proceso de recuperación», dice.
No era la primera vez que este policía sufría un ataque terrorista. En San Sebastián tuvo que hacer frente a un ataque con lanzagranadas al acuartelamiento donde estaba, y en Basauri (Vizcaya) vivió de cerca la explosión de un coche bomba en la que murió un compañero palentino de su unidad, que era íntimo amigo suyo y estaba a punto de ser padre. Además, durante el 11-M también trabajó junto a su unidad en el operativo.
Una vida intensa y dura que no hace que ahora, en su jubilación, se quede sentado en el sofá descansando, ya que colabora activamente en proyectos sociales para ayudar a los damnificados de los conflictos en Ucrania y Palestina.
Sebastián Nogales (víctima de la kale borroka en Pamplona): «Me atacaron porque yo representaba al Estado español»
El 6 de julio de 2002 Sebastián Nogales estaba destinado en Navarra para hacer funciones de información dentro de la Policía Nacional. En esa fecha, en plenos San Fermines, su trabajo pasaba por recabar datos que sirvieran para evitar que los simpatizantes de la banda terrorista ETA aprovechasen el impacto mediático mundial de este festejo para hacer exaltación del terrorismo. Así lo tenían previsto, según la información que manejaba la Policía en ese momento. «Teníamos conocimiento de que algo grave podía ocurrir ese día», recuerda. Sin descartar agresiones o incluso asesinato de algún policía. «Este era su objetivo», dice este emeritense de nacimiento, pero vallisoletano de adopción.
Nogales formaba parte de un grupo reducido de agentes, «siete u ocho», que se movían de paisano por las abarrotadas calles de Pamplona. No era la primera vez que se infiltraba entre los conocidos como 'cachorros de ETA' para conseguir información. Pero, igual que ellos tenían identificados a muchos de estos jóvenes, las organizaciones proetarras hacían lo mismo con los agentes. Y ese día utilizaron un curioso sistema para 'marcar' a los policías que estaban en la multitud. «Nos echaron pintura fosforita en la espalda que era muy llamativa», señala. Así, cuando ellos empezaran la acción propagandística que tenían prevista, podían saber dónde estaba cada agente. Y esa acción consistía en salir desde la calle Jarauta a la plaza del Ayuntamiento con una gran pancarta «en apoyo de la banda terrorista».
Salieron «unas 200 personas, en formación militar» abriéndose paso entre la multitud. Cuando llegaron a la altura de los agentes, estos se identificaron para intentar parar a la comitiva. En ese momento y sin mediar palabra, comenzó una brutal agresión contra ellos. A Nogales le subieron su propia camiseta hasta taparle la cara para que no pudiera ver nada, y entonces le empezaron a llover patadas, puñetazos y golpes con barras de acero. No tardó en perder en el conocimiento, semidesnudo y ensangrentado, «con la cabeza abierta». Lo que pasó a continuación lo sabe porque se lo han contando sus compañeros. Él no recuerda nada. La Unidad de Intervención Policial (UIP) tuvo que acceder al centro abarrotado de Pamplona, con todo lo que eso implica, para rescatarle y llevarle a un hospital, donde llegó en coma. Con solo 32 años.
Los siguientes 579 días estuvo de baja. Casi 20 meses entre neurólogos, traumatólogos, psicólogos, psiquitaras, etcétera. «Me reventaron la cabeza por varios sitios», explica. Y algunas secuelas nunca desaparecieron. Nogales tiene afectada la memoria reciente. A veces no recuerda el nombre de su propia sobrina ni con quién estuvo el día anterior. Datos básicos que lleva apuntados en el móvil por si las lagunas aparecen.
Los presuntos responsables de este ataque fueron detenidos, pero nunca llegaron a ser condenados por «defectos de forma». Aunque se presentaron grabaciones de cámaras de seguridad, el juez consideró que no se había respetado la cadena de custodia que garantizase que la prueba no había sido manipulada, así que no la tuvo en cuenta. «Tampoco dieron por válido el testimonio de los policías, así que se reconocieron los daños que me causaron, pero no se pudo determinar quiénes fueron los agresores», asevera.
Aunque él tiene muy claro quiénes fueron. De hecho, llegó a coincidir con algunos de ellos y sus abogados en un ascensor de la Audiencia Nacional, sin que los presuntos agresores supieran quién estaba a su lado.
Nogales rememora lo complicado de una época en la que los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado estaban continuamente en el centro de la diana de ETA. «Me atacaron porque yo representaba al Estado español, su objetivo era acabar con la vida de policías, guardias civiles y militares», recuerda. Aunque en un momento dado el abanico de víctimas se amplió en lo que se conoció como la 'socialización del terror'.
Han pasado más de 20 años desde ese fatídico día y este policía ya está jubilado. En estas dos décadas ha tenido mucho tiempo para pensar en cómo actuó ese día y en por qué no sacó su arma reglamentaria. Pero es consciente de que, en esas circunstancias, utilizarla implicaba un grave riesgo de que algún inocente saliera herido. Y eso sí que no se lo hubiera perdonado nunca.