Un paseo por la nostalgia en la playa de las Moreras

Javier M. Faya
-

Este rincón paradisíaco de la capital, que acaba de cumplir 72 años de vida, ha marcado a varias generaciones de vallisoletanos

Un pescador prueba fortuna en el Pisuerga. - Foto: J. Tajes

Quién sabe si por pudor o por qué, a nadie o a casi nadie en edad madura y en bañador le gusta hablar en la playa de las Moreras de la playa de las Moreras al que suscribe. O de cualquier cosa. De hecho, un grupo de señoras se muestra abiertamente 'hostil'. Y es que no solo intimida la cámara -ausente en este caso-, también la libreta y el bolígrafo. Es la una del mediodía, estamos en plena ola de calor y el aspecto de este pequeño paraíso en pleno corazón de Valladolid es calmado. Se puede colocar con tranquilidad la toalla sin pelearse con nadie e incluso hacer 'top less' en libertad o de forma recatada. «Había mucho baboso en mis tiempos», recuerda Carmen Jimeno, de 49 años, que hace unos cuantos veranos dejó de acudir a una cita ineludible de su infancia y adolescencia, rompiendo una tradición por culpa de una piscina que pusieron al lado de casa.   

«Éramos de clase obrera, de La Rondilla. Teníamos que pegarnos una caminata de 20 minutos cargados como mulas. Imagínate, con toda la solana a las cuatro porque las dos piscinas que había, Samoa y La Deportiva, eran para ricos (el pasado mayo, en plena campaña electoral, el ahora alcalde, Jesús Julio Carnero, prometió una fluvial)». Sonríe ampliamente esta técnico de proyectos y licitaciones cuando rememora aquella 'procesión' que empezó cuando tenía tres añitos y acabó con 13. A saber... Su madre, Mary Sol; la de Gerardo e Igor (Maribel); el padre de Carolina, Pepe -el suyo pasaba olímpicamente de ir-, y otros amigos de la pandilla, como Ana, y a veces Mari Jose. «Éramos como una familia del barrio», apostilla con orgullo.

Y una vez llegaban a la tierra prometida... la 'conquistaban' con el pico de la sombrilla. El lugar siempre era el mismo -«Por la parte derecha, que estaba más cerca de la pared de las duchas»-. Y, acto seguido, descargaban: una o dos neveras con cantimploras y botellas de cristal con agua y bocadillos de tortilla y pechugas de pollo para comer y de nocilla o tulipán con azúcar para merendar, toallas, una caña de pescar, champú y rara vez alguna silla. En este ritual, mientras los adultos ordenaban las cosas, los niños no se cansaban de chillar como locos y meterse en el agua... si habían hecho la digestión, claro. Ya se sabe, dos horas. Si no, nada. 

Varias décadas después, con o sin ella, nadie se mete en el Pisuerga. Si acaso algún pescador -solo hasta los tobillos- o un 'espíritu libre' como el de Alejandro, de 50 y muchos, que presume de acabar de darse un buen chapuzón y 'hacerse un Palomares' a pesar de que los carteles que dan la bienvenida al recinto prohiben el baño, dada la insalubridad de las aguas. Así lo decretó la Junta el pasado marzo. Pero él discrepa: «No va a venir un policía municipal a ponerte una multa. Además, yo veo que está todo más limpio y otros bañistas opinan lo mismo». Lo que resulta 'un poco' chocante es que describa con todo lujo de detalles «esas lenguas marrones» que hay bajo el Puente Mayor. «Es como aceitoso porque no ha llovido, pero, vamos, que tampoco es el 'Prestige'», nos intenta 'tranquilizar' en vano. 

BARBOS Y CARPAS. Quizás para reforzar su teoría señala hacia una pareja de barbos que deambulan felices en zig zag a pocos metros de distancia. No son de tres ojos como los de Los Simpson, si bien el fango que abanican dificulta la comprobación. Poco le importa al pescador que se encuentra cerca de nosotros. Tampoco a Pepe, el padre de Carolina. Y es que capturaba carpas para luego devolverlas al río. La niña lloraba porque quería llevarse alguna a la bañera de casa, y el hombre, ante la insistencia de su hija, cedió alguna vez a los caprichos de esta. Y a otros. «He de reconocer que más de una nos las comimos», comenta divertida Carmen, a la que se le iluminan los ojos en este viaje al pasado, a esa infancia que nunca debió marcharse. 

Pero los tiempos cambiaron. Había un restaurante, Los álamos, para gente con posibles y no para los de su 'tribu', que reponía el agua de cantimploras y botellas con la de los grifos de las duchas, y le siguieron otros. La mayoría de ellos con la exigencia de no entrar con bañador. Como el de ahora, La pera limonera, famoso por sus 'brunch'. Habría que ver qué cara pondrían los primeros usuarios de Las Moreras, allá por 1951. Se llamaba por aquel entonces playa del Batán y era diminuta. Tuvieron que pasar tres años para que la agrandaran, cambiara de nombre y pudiera acoger a miles de personas.  

Desde luego no fue el caso esta semana, pues la ola de calor disuadió a muchos. Como a Inés, abonada a las tardes, que optó por quedarse en casa. «Cuando bajen un poco las temperaturas, volveré», avisa esta limpiadora, que por las mañanas trabaja. Asegura que el moreno de todos los años es 'made in Las Moreras', si bien de pequeña no iba porque le pillaba muy lejos. 

Otra que acude con cierta regularidad es  Marta de la Hera, subjefa del Grupo Scout Besana. Viene casi todas las tardes con sus amigos Sergio, Sandra y Pablo a la zona de los embarcaderos, se ponen un poco de música (sobre todo, Marlon y Fito y Fitipaldis) y hablan de lo divino y lo humano. Un consejo: hay que ir pronto porque se llena con rapidez. Ellos lo hacen a las cuatro. El esfuerzo merece la pena. O eso dice mientras recuerda cuando, de niña -no hace mucho, pues tiene 22 veranos-, iba entre semana y por las tardes con sus padres y sus amigos de clase a la playa, donde jugaban a puntos o al cementerio. En cuanto a lo del baño... Solo los pies «porque me daba...», aunque había algún chico que, seguramente para hacerse el valiente delante de alguna que le gustara, se llegaba a sumergir. Tampoco falta a la cita Jesús Zarzuelo, técnico de Scouts Castilla y León-MSC, aunque lo hace con su hijo de seis años, David. Van a la presa del río del antiguo molino al lado del Puente Mayor: «Las construimos y vemos cómo cae el agua». En fiestas no se pierden los conciertos infantiles.   

PADRE E HIJO. Seguro que cuando David sea mayor tendrá ese bonito recuerdo de su padre. Como Nuria de sus abuelos, que vivían en Puente Mayor. «Me gustaba andar por las piedras del antiguo molino», confiesa risueña. Había unos críos enfrente que tenían gallinas con los que se lo pasaba de maravilla. Aunque ya no se acuerda de sus nombres ni tiene la más remota idea de qué fue de ellos, el tiempo ha sido incapaz de borrar esos momentos, muchos, de felicidad, con esos 'amigos para siempre' que luego se difuminaron. 

No todo es infancia. Hace 24 veranos, Pedro, de 40, frecuentaba la playa, pero solo de noche. Como muchos chavales de la época se montaban sus botellones con los colegas. Ahora las cosas, afortunadamente, han cambiado. «¡Qué tiempos aquellos!», rememora entre risas. Rubén, más 'sanote' y 'casi' de la misma quinta -47-, se limitaba a ver las hogueras de san Juan.

Lo que está claro es que varias generaciones de vallisoletanos han disfrutado y disfrutan de la playa de las Moreras. Sonríe Carmen cuando rememora el reproche sincero de su hija mayor, Andrea, cuando tenía seis años: «¡Mamá! ¿Pero no te daba asco bañarte allí?». La nostalgia la embarga y parece estar viendo esa 'procesión' que partía de La Rondilla a las once o a las cuatro. Nada perfecto dura para siempre. Salvo en nuestros recuerdos.