Editorial

Una década de una abdicación necesaria que proclamó a un Rey ejemplar

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Que el aniversario de un hecho histórico de la trascendencia de la abdicación de un Rey pase relativamente desapercibido resulta muy elocuente. La renuncia de Juan Carlos I a la Corona de España no se produjo en las circunstancias que pudieran considerarse propias de un relevo que reescribe la Historia. No obedeció a causas naturales o políticas, tampoco geoestratégicas. Obedeció a cuestiones de índole personal que empañaron la figura de un monarca que jugó un papel determinante en la Transición y que era visto a nivel mundial como el gran diplomático del país. La realidad de sus debilidades no pudo contenerse más tiempo dentro de unos parámetros de escaso conocimiento público y la crónica más ruborizante del ahora emérito acabó con su reinado y con buena parte de su reputación histórica. El objetivo no era sacarle del foco, el objetivo de su renuncia era salvar la Corona como institución y preservar el apoyo público a la Jefatura del Estado.

Sucedió, y sucederá siempre, que lo que hace un rey en su vida privada sí es una cuestión de Estado. La obligación de ser y resultar ejemplar está fuera de toda duda, y España estaba sumida en aquel tiempo en una espiral de descrédito a la Corona que trascendía la figura del monarca y dio con los huesos de su yerno en la cárcel y con los de la Infanta Cristina en el banquillo, algo impensable hasta entonces. No ha lugar, por tanto, juzgar la procedencia de la abdicación. Si acaso, los tiempos. Por tardíos, se entiende.

Lo que sí es procedente es analizar cómo ha recogido el testigo de su padre el Rey Felipe VI y qué imagen ha proyectado de la Corona y de España dentro y fuera del país. Hasta la fecha, el trabajo desarrollado por el monarca ha sido ejemplar. Felipe VI se enfrentó además a la asunción de la Corona en un momento político convulso en el que España todavía arrastraba los efectos más crueles de la crisis hipotecaria que detonó el advenimiento de la autoproclamada 'nueva política', reactiva en líneas generales a la institución monárquica y declarada enemiga en el caso de formaciones como Podemos, que llegó a colonizar la Vicepresidencia del país en la figura de Pablo Iglesias por obra y arte de Albert Rivera (primero) y de Pedro Sánchez (después).

La Corona ha restituido su imagen, ha garantizado la estabilidad de la Jefatura del Estado, ha proyectado la debida imagen de neutralidad política y ha intervenido cuando ha sido necesario que lo hiciera, con especial atención al discurso del Rey cuando la asonada secesionista catalana trató de dinamitar todos los principios de la convivencia en el país, hechos por los que acaban de ser amnistiados. La Corona, en definitiva, es un valor necesario en la figura de Felipe VI.