Estos días se cumple un año desde la declaración del primer estado de alarma y del confinamiento domiciliario a causa de la grave pandemia que ha provocado en todo el mundo la covid-19. Desde entonces, el sufrimiento ha sido muy grande, con 1.800 muertos en la provincia y 48.000 contagiados, lo que supone casi el 10 por ciento de la población. Doce meses en los que el miedo a una enfermedad desconocida, tanto para los ciudadanos como para los especialistas médicos, ha ido cambiando a un horizonte de esperanza con la llegada de las vacunas. Aunque aún es pequeño el porcentaje de personas inmunizadas, cada vez se ve más cerca una salida de este oscuro túnel por el que aún circulamos.
Aunque la dureza de aquellos primeros meses encerrados en casa, con el miedo pegado a los huesos, ya aflojó, aún se mantienen muchas restricciones sobre la movilidad, el comercio, la hostelería y las actividades diarias que pueden realizar niños, adultos y mayores. Escaladas y desescaladas se han venido sucediendo en este tiempo, en el que el virus ha demostrado ser más constante que los humanos y cada vez que las autoridades han conseguido, con el esfuerzo de toda la población, reducir al mínimo los contagios de la covid hemos vuelto a cometer los mismos errores y a caer otra vez en una transmisión comunitaria que ha hecho mucho daño a la salud pública y de la que prácticamente ninguna familia se ha librado.
La gestión de esta pandemia, que todavía no nos hemos quitado de encima, daría para escribir un libro, aunque quizás requiera esperar a que todo se termine y seamos capaces de convivir con el virus SARS-CoV-2 para realizar un análisis sosegado sobre las decisiones y actuaciones de las autoridades sanitarias, tanto en el Gobierno de España como en el autonómico o en las administraciones locales. La crisis sanitaria, que durante la primera ola se mantuvo bajo la dirección del Ejecutivo central, quedó en manos de las comunidades autónomas después del verano y ahí empezó una asimetría en la incidencia de la enfermedad y en las medidas adoptadas para su freno. La Junta de Castilla y León ha sido prudente, poniendo el foco en que no colapsara el sistema sanitario e implantando un trabajo en red de los hospitales públicos de la Comunidad que ha permitido ayudarse entre ellos en los momentos de máxima tensión. No obstante, también ha habido volantazos, cambios de criterio -achacado en muchos casos a la falta de directrices homogéneas desde el Ministerio- y cierto abandono de los pacientes con otras enfermedades no covid, además de una atención primaria deficiente en muchos centros de salud, especialmente los rurales.
En este pésimo año tampoco se puede olvidar el sufrimiento de muchos miles de empresarios, autónomos y trabajadores que han sufrido las consecuencias de la pandemia con una profunda crisis económica y social. Sectores como el turismo, la hostelería, el comercio, el ocio, la cultura y otros han sentido en sus carnes los cierres perimetrales, las restricciones horarias, la reducción de aforos o simplemente han visto mermados sus ingresos ante la caída de consumo y la falta de confianza de los ciudadanos. Los ERTE han ayudado a mantener el empleo, cuyo desplome temen todos que se produzca en cuanto concluyan los expedientes de regulación temporal, a pesar de los cuales los ingresos de muchas familias se han visto muy disminuidos.
La situación es complicada. Las dificultades para amplios sectores de la población son grandes. Por ello, las administraciones y los políticos deben ponerse a trabajar en crear las condiciones adecuadas que garanticen el sostenimiento del empleo. Ayudas directas, impulso y financiación son claves para afrontar una salida de esta crisis que nos lleve cuanto antes a la situación existente en 2019. Y además todo ello hay que hacerlo de forma compatible con la salvaguarda de la salud pública y evitando la pérdida de más vidas humanas. Difícil tarea de la que no pueden desviarse con jueglos florales en torno a mociones de censura o anticipos electorales. Ahora no toca.