Una de las profesiones que más ha puesto a prueba esta pandemia es la de profesor. La obligación de tener que adaptarse a la enseñanza a distancia ha sido un reto no solo para los profesionales, sino para algunas familias cuyos conocimientos informáticos eran limitados, o, directamente, no tenían el equipamiento tecnológico para seguir las clases. Unas carencias que también obligaron a multiplicarse a las propias instituciones académicas y la administración, ayudada en muchos casos por organizaciones sociales, para dotar a estas personas de ordenadores y tabletas.
Adaptar todo un sistema educativo a un escenario imprevisto, hacerlo en un tiempo récord e intentar que eso no haga mella en la calidad de la docencia no ha sido tarea fácil. Y si se ha conseguido, mal o bien, ha sido gracias a la flexibilidad de los profesores, que dejan atrás meses de incertidumbre, de un lícito miedo al contagio cuando se retomaron las clases presenciales, de horas extra y de mucha imaginación.
Pero también se llevan unas cuantas lecciones bajo el brazo. Al menos en el caso de Beatriz Rodríguez, profesora en el Centro Rural Agrupado (CRA) Campos Góticos, en Medina de Rioseco, y en la Facultad de Educación y Trabajo Social de la Universidad de Valladolid (UVa). Primera enseñanza: las clases telemáticas nunca podrán sustituir a las presenciales. Estos meses le han servido para darse cuenta de que «esa teoría de que la tecnología va a sustituir a los maestros no se hará realidad nunca», porque, según ella, «los seres humanos somos seres biopsicosociales que necesitan relacionarse con los demás, no solo para el aprendizaje, sino para formarse también como personas». Sí que puede servir, en cambio, para complementar la labor docente. Y el mejor ‘laboratorio’ para corroborar esta afirmación es el aula en la que los más pequeños pasan mucho tiempo entre juguetes. Excepto cuando volvieron después de estar confinados. «Los primeros días, en lugar de recurrir a los objetos, lo que buscaban era el contacto físico con sus compañeros», recuerda. Parecían haber perdido todo el interés por las pelotas, los muñecos y los cuentos. Era el momento de trepar, jugar juntos, balancearse y compartir, sobre todo compartir.
Los niños menores de seis años, edad de los alumnos de Rodríguez en Rioseco, no están obligados a llevar mascarilla, aunque eso no significa que no se hayan adoptado ciertas medidas de seguridad. Por ejemplo, el lavado de manos, el uso del gel hidroalcohólico y el establecimiento de los grupos de convivencia estable o burbuja, es decir, alumnos y profesores que solo están en contacto entre ellos y no pueden mezclarse con el resto de docentes y estudiantes. Y ese es el germen de la segunda lección aprendida por esta profesora: la capacidad de adaptación de los pequeños es mucho más amplia que lo que muchos adultos creen. Quizá porque, a su corta edad, han asimilado esta extraña situación como algo normal. «Es muy sorprendente ver cómo niños de Infantil, es decir, de tres a seis años, han incorporado a su vida todas las rutinas de limpieza e higiene, y todas las restricciones», señala la docente.
Han sido doce meses de duro trabajo no siempre reconocido socialmente. O al menos no al nivel de otras profesiones, como la de los sanitarios y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Aunque Rodríguez reconoce que las familias de sus alumnos sí que valoran su trabajo. «Muchos padres se sorprenden por cómo entendemos a sus hijos y algunos me han escrito para decirme que la cara de los niños y el brillo de sus ojos cambia cuando ven un vídeo de la maestra, y que se quedan pegados al ordenador mirando», dice. «También admiran cómo captas su atención, cómo transmites tanto cariño y cómo consigues que se sientan acompañados», señala.
Es el fruto de casi 20 años de profesión y de mucho trabajo, especialmente en los últimos doce meses, en los que ha habido que revisar todos los métodos docentes. «El reto de la autoformación en herramientas como las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) ha sido evidente», asevera Rodríguez.
Los docentes han tenido que aprender a manejarse con la plataforma TEAMS, un programa de Microsoft que sirve para crear un aula en remoto. Pero lo más complejo fue conseguir que las familias también utilizasen este programa, puesto que el conocimiento informático de muchas de ellas es limitado. «La labor tutorial que hemos hecho durante la pandemia ha sido fundamental», dice.
Y no solo en cuestiones técnicas. El acompañamiento en el aspecto humano ha sido igual de importante. «Para ellos también eran desconocidas todas las fases por las que estaban atravesando sus hijos, no entendían ciertos miedos o, por ejemplo, por qué soñaban con virus y bacterias», añade. Además, los profesores han tenido que explicar el sentido pedagógico de las actividades que había que hacer en casa.
La lectura positiva de esta experiencia es que los niños habrán mejorado su capacidad de adaptación a situaciones nuevas, los profesores habrán fortalecido sus aptitudes y métodos docentes y los padres habrán sido partícipes, de una forma más directa, de la transmisión de conocimientos a sus hijos.