La distancia que separa Japón de España en costumbres sociales y culturales, en idiosincrasia, es mucho mayor que los casi 11.000 kilómetros en línea recta que señalan los mapas -que no se engañen los que piensen que por haber leído mucho manga o visto muchas películas de Kurosawa, Kitano o el recientemente 'oscarizado' Miyazaki ya han desentrañado los múltiples secretos del alma nipona, ni de lejos…-, pero ambos países compartimos un gravísimo problema común: el envejecimiento de la población y lo que ello conlleva para las economías.
La noticia, o más bien las noticias, saltaron en cadena a lo largo de las últimas semanas. Japón, el país más viejo del mundo con casi un 30% de su población (125 millones en total) con más de 65 años y una ratio de hijos por mujer de 1,3, perdía su puesto como tercera economía mundial en favor de Alemania. A los pocos días, los últimos datos de la oficina Eurostat colocaban a España por sexto año consecutivo como el país con la tasa de fecundidad más baja de Europa, después de Malta, con un triste 1,16 hijos por mujer. Si para que un país mantenga la sostenibilidad de su población es necesaria una ratio de 2,1, hasta un negado en matemáticas como el que suscribe puede llegar a la conclusión de que España y Japón van listos de papeles como el panorama infantil no cambie.
Tras estas noticias surgieron los análisis y reportajes que indicaban que España es ya un fiel reflejo del desastre poblacional japonés, de la pérdida de personas en edad de trabajar, pero con 15 años de retardo, como ya indicó la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal en 2019. Los modelos y proyecciones económicas hermanan a ambos países con tres lustros de diferencia, a pesar de que lo único que tienen en común el sushi y la paella es el arroz.
Los caminos que nos han llevado a compartir un destino similar al del país que hace pocos días lloraba la muerte del famoso 'mangaka' Akira Toriyama, el padre de 'Bola de dragón', son muy diferentes. En Japón, tras la portentosa reconstrucción de posguerra y el 'milagro económico' de los 70 y 80, las cifras de habitantes comenzaron a resentirse más y más, en paralelo al aumento de los problemas de salud mental y de los suicidios, que actualmente llegan a los 20.000 al año.
En un país obsesionado con la perfección, el deber y la productividad, y en el que se tiende patológicamente a esconder cualquier tipo de emoción, preocupación o sufrimiento, cada vez se tiene menos tiempo para pensar en hijos y cunde la insatisfacción vital. Dos conceptos, el 'gaman' y el 'karoshi', tienen mucho que ver con estos problemas. El 'gaman', estoicismo o capacidad de aguante que se enseña desde la escuela, ha llevado a los japoneses a soportar lo indecible, a casarse con su empresa -ahí tienen como ejemplo al típico y tópico 'salaryman' trajeado que solo vive para picar piedra- y a no contar nunca sus problemas, en muchos casos ni en el ámbito más íntimo, por temor a ser una carga. Un 'gaman' mal entendido ha desembocado en otro concepto mucho más siniestro', el 'karoshi', la muerte -ataque al corazón, accidente cerebrovascular o suicidio- por exceso de trabajo, así, literal, que ya se ha convertido en un problema de salud pública.
Con estas perspectivas vitales, una población en la que una de cada diez personas supera los 80 años y un estilo conservador y proteccionista en lo que a inmigración se refiere, pintan bastos para la economía y la sociedad en la tierra del sol naciente.
En España, ustedes ya conocen la película más que de sobra, hemos llegado al envejecimiento poblacional por otras sendas: un paro juvenil de los más altos de Europa, precariedad laboral en muchos sectores, un encarecimiento de la vida desde la entrada del euro que se agudizó con las crisis de 2008 y del coronavirus… y el hedonismo español, ahora mismo hipermusculado y 'anabolizado', que nos lleva a anteponer el disfrute por encima de cualquier cosa que suponga un mínimo esfuerzo, como el hecho de tener hijos.
Lo más fácil sería culpar a los gobernantes de turno, en Madrid o en Tokio, de nuestra situación actual y de la futura, pero lo cierto es que todos, allí y aquí, como sociedades, tenemos algo que ver en esto: quizá en la manera en la que hemos abrazado el sistema económico imperante sin preocuparnos por las consecuencias a medio y largo plazo, quizá en un exceso de egoísmo o de infantilización social... Pero lo cierto es que de nada nos vale ser el país más tecnológicamente avanzado o refinado en el detalle, o en el que más y mejor se disfruta de la vida, si mañana vamos a estar todos muertos, si como sociedad lo único que nos espera dentro de 50 años es ser un cementerio.