Solos en un mundo a oscuras

Óscar Fraile
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Mercedes Chávez, Andrés Velasco y Gonzalo Méndez viven sin compañía a pesar de su ceguera y tienen que enfrentarse a diario, sin ayuda, a retos que son meros trámites para el resto de la población

Mercedes Chávez pasea por las calles de Torrecilla de la Torre, Andrés Velasco cocina con la ayuda de una guía en su vitrocerámica y Gonzalo Méndez pone un vinilo en su tocadiscos. - Foto: J. Tajes

Como todos los días, el reloj parlante de Mercedes Chávez suena a las nueve de la mañana. Hace un rato que ha amanecido en Torrecilla de la Torre, un pueblo vallisoletano ubicado en las entrañas de la España vaciada, donde solo viven unas 20 personas y donde, por no haber, no hay ni una simple panadería. El paisaje está formado por viejas viviendas de piedra que son un oasis en un mar infinito de campo. Detrás del encanto rural de esta fotografía hay un pueblo que sobrevive en invierno al rigor del frío castellano y que, por supuesto, no está adaptado a las personas que, como Mercedes, tienen una discapacidad visual. Aquí nada saben de pavimentos podotáctiles, pictogramas ni señales acústicas en los semáforos. Porque no hay semáforos.

Esta vallisoletana volvió hace dos años al pueblo que la vio nacer después de una vida a caballo entre Galicia y el País Vasco. Lo hizo por desavenencias familiares y ahora se ve obligada a vivir sola a pesar de tener solo un 5% de visión. Apenas distingue sombras de los objetos o personas que tiene cerca. «Me cuesta bastante sobrellevar la soledad, aunque recibo visitas y puedo ir a Galicia y al País Vasco cuando quiera», señala.

Su pequeña casa está al borde de la carretera que atraviesa un pueblo por donde no pasan muchos coches, pero cada vez que pisa la calle ese peligro está ahí.

A las nueve y media Mercedes ya está en pie, se ha aseado y ha puesto la radio. «Al final siempre acabo escuchando música porque los políticos me ponen enferma», gruñe. Viendo cómo se mueve por la casa, nadie diría que es prácticamente ciega. Solo con el tacto controla cada botón de los electrodomésticos, la ubicación de los muebles y el sitio donde guarda las pastillas... no vaya a equivocarse. «Por la mañana me toca las de la tensión y el estómago, que están en el cabecero de la cama; y por la noche, las de los cartílagos, que están en la mesita del salón», explica.

Después toca limpieza. Al menos un «repaso» los días que no viene «la chica», que es como Mercedes se refiere a la mujer del servicio de ayuda a domicilio de la Diputación de Valladolid que acude todas las semanas para echar una mano en estas labores.

Una ayuda puntual, porque Mercedes se ha acostumbrado a hacerlo todo sola. Incluso el paseo de tres kilómetros diarios para ir desde su pueblo a Torrelobatón o a Barruelo por una carretera que, una vez más, no está adaptada para peatones. Muchos menos para ciegos. «Cuando me canso, saco el dedo para que me lleve algún coche; a mi edad, qué me van a hacer ya…», bromea.

Según un estudio publicado por la ONCE en 2022, dos de cada tres personas ciegas han sufrido soledad no deseada alguna vez en su vida, y un 12% de ellas tiene ese sentimiento de forma constante. Una situación que suele minar su autonomía y, lo que es peor, que puede tener repercusiones negativas en su salud mental. Y vivir esta situación en la España vaciada, donde apenas hay servicios, no ayuda. Por ejemplo, para hacer la compra, Mercedes se tiene que levantar a las 7.30 de la mañana del miércoles para subir a las 8.00 a un autobús, otra vez de la Diputación, que lleva a vecinos de varios pueblos a Tordesillas para recogerlos de vuelta a media mañana. Moverse por este pueblo, mucho más grande y menos familiar para ella, es toda una odisea. Pero es lo que toca si quiere tener comida y medicamentos.

Afortunadamente, siempre están ahí las vecinas para ayudar. Ya sea para leer las cartas que recibe Mercedes o simplemente para sentarse a charlar con ella a media tarde en la misma calle de todos los días. Si el tiempo lo permite, claro. «Nos echamos una risas y hablamos de la gente del pueblo», dice con media sonrisa.

De vuelta a casa, suele tomar un vaso de leche y acostarse sobre las 22.00 horas para estar una hora escuchando la televisión hasta que coge el sueño. Y vuelta a empezar al día siguiente.

Ciego tras un accidente

El caso de Andrés Velasco tiene ciertas similitudes con el de Mercedes. Él también regresó a su pueblo, Cigales, después de vivir buena parte de su vida fuera. En este caso, en Palma de Mallorca. Allí desarrolló una vida profesional en el campo de la construcción hasta que un día, cuando tenía 44 años, sufrió un grave accidente de tráfico. «Perdí el control en una rotonda, choqué contra el tocón de un árbol y salí despedido», dice. Es lo único que puede contar, porque no recuerda nada más.
La siguiente escena en la película de su vida fue despertarse en la cama del hospital en un mundo a oscuras y en silencio. Después de más de un mes en coma, se había quedado ciego y solo conservaba el 70% de audición en un oído.

Separado y con un hijo de 13 años en Mallorca, decidió regresar a su Cigales natal para estar cerca de su padre y otros seres queridos. Eso sí, vino al pueblo para vivir solo, con todo lo que eso supone para una persona que se acababa de quedar ciega y tenía que empezar a aprender a vivir de nuevo. De eso hace ya dos décadas. «Los tres primeros años fueron una locura, no me cuadraba nada», recuerda. Lo primero que hizo al llegar a Valladolid fue contactar con la ONCE, donde le brindaron tratamiento psicológico y le enseñaron a moverse por la calle, en casa, a cocinar, limpiar, leer en braille y mil cosas más. Unas técnicas que él complementa con su ingenio. Por ejemplo, con la guía que le encargó a un amigo carpintero para poner en la encimera y poder colocar los cazos en el centro del foco de calor.

Porque en el mundo de Andrés todo tiene que estar en su sitio. Y cuando no es así, los cimientos se tambalean. Le sucedió hace unos días, cuando estaba dando un paseo por el pueblo por una de las rutas que tiene memorizadas, pero se encontró con un elemento extraño. «Unos jóvenes movieron una jardinera y me la comí», dice. El golpe de la cara se amortiguó con la tierra de la propia jardinera, pero en la pierna tiene una herida muy fea. Más allá de estos incidentes puntuales, Andrés se queja de que el pueblo es un sitio muy hostil para los ciegos. «No puede estar peor construido, con aceras estrechas y mucha pendiente, y con garajes y vados sin señalizar», añade.

Los problemas de Mercedes y Andrés se repiten en todas las zonas rurales. Por eso la Diputación de Valladolid ha firmado un acuerdo con la ONCE para ayudar a las personas ciegas que viven solas en los pueblos.

En Valladolid

Aunque la capital tampoco es un sitio mucho más amable. Gonzalo Méndez vive en el barrio de Huerta del Rey y cada vez que sale a la calle tiene que hacerlo con un voluntario de la ONCE. A los 17 años le tuvieron que amputar una pierna por un osteosarcoma y, aunque no tiene la certeza médica, él sospecha que la quimioterapia que recibió por entonces fue el origen de las complicaciones posteriores en el hígado y en el páncreas. Así llegó una diabetes y los problemas de circulación que afectaron al riñón y los ojos. Hasta el punto de que a los 37 años una retinopatía le dejó completamente ciego.

Una doble discapacidad con la que convive en soledad en su vivienda ubicada en la calle Pío del Río Hortega. Allí ha aprendido a hacerlo todo de nuevo. Desde llenar un vaso de agua a poner pasta de dientes en el cepillo, pasando por cocinar y cortar un filete. Todo tiene su ciencia, aunque sea un mero trámite para el resto de la población. La capacidad de superación de cada uno también es fundamental. «Yo conozco a tetrapléjicos con poca funcionalidad en las manos que son capaces de moverse por la calle y gente en silla de ruedas, con los brazos más o menos útiles, que no es capaz de hacerlo», explica.

Pese a todo, de vez en cuando necesita ayuda, y los vecinos no dudan en echar una mano cuando lo necesita. Un pequeño milagro en un tiempo en el que casi todas las batallas que se libran son individuales. Y más en las grandes ciudades.

Aunque la vida se le haya puesto cuesta arriba tantas veces, Gonzalo no pierde la sonrisa. Pasa las horas escuchando sus vinilos de AC/DC, Deep Purple, Metallica y Led Zepelling y jugando partidas de ajedrez, su otra pasión. No puede evitar pensar casi a diario hasta dónde hubiera llegado en el fútbol si no se hubiera quedado sin pierna a los 17. «Jugaba en Preferente y era muy bueno», recuerda. Aunque, pasados unos años, se quitó esa espinita formando parte del equipo de baloncesto en silla de ruedas BSR. Lo vuelve a repetir: «todo es cuestión de actitud». Y la suya, desde luego, no puede ser más inspiradora.