Sabiduría, glosa y confidencia convergen en la 'Guía espiritual de Castilla'. Así lo aprecia la profesora titular de Literatura Española de la Universidad Complutense de Madrid, Guadalupe Arbona, experta en la obra de José Jiménez Lozano y responsable de la web www.jimenezlozano.com. De su mano, con motivo del 40 aniversario de la publicación de un ensayo capital para la cultura española, recorremos los rincones de la capital abulense que reflejó el Premio Cervantes en un libro que ella considera «un verdadero mapa de su búsqueda existencial personal», que «va desde el presente al pasado, intentando encontrar claves que le ayuden a desentrañar el mundo».
Frente a la tradicional imagen de Ávila como «un lugar sobrio, estático y rocoso, de rezadores metidos en sí mismos vestidos de negro», Jiménez Lozano habla —en su libro 'Ávila' (1988), dentro de la colección Nuestras Ciudades, de la editorial Destino— de «una ciudad fronteriza, llena de color, abierta, donde las minorías convivían». «Él intenta recuperar una Ávila efervescente, casi perdida en nuestro imaginario», señala Arbona a los pies de la misma muralla que hacía al escritor evocar Constantinopla, la ciudad fronteriza y de encuentro de culturas por antonomasia, cada vez que en su juventud se aproximaba con su padre a la capital, en un vetusto autobús de gasómetro.
«Esa imagen dice mucho de la visión que él tiene sobre sí mismo y sobre lo que es una verdadera cultura, que siempre nace del encuentro de un yo con un tú, del diálogo, del choque, incluso de la confrontación o de la discusión con otras realidades», reseña. Para Guadalupe Arbona, la 'Guía espiritual de Castilla' marca «un antes y un después», «un luminoso punto de inflexión» en la ingente trayectoria literaria de Jiménez Lozano, que previamente había publicado «cuatro novelas terribles», que le habían dejado «roto por dentro» por las realidades con las que había tenido que convivir, «porque su escritura no era ajena a él, sino que se implicaba mucho en cuanto escribía».
El mapa de una búsqueda personalAsí, habían visto la luz sucesivamente 'Historia de un otoño' (1971), «la historia de la exclaustración y el sometimiento de las monjas de Port-Royal, con un desenlace dramático»; 'El sambenito' (1972), donde refleja «el último caso de la Inquisición y su afán de mostrar su fuerza ejemplarizante para triturar a los más débiles»; 'La salamandra' (1973), que no es sino «el largo largo lamento de un hombre enfermo, que al final de sus días recuerda las tropelías de la guerra civil española»; y 'Duelo en la casa grande' (1982), que pone de manifiesto «lo que significa el caciquismo y la violencia de los poderosos en el ámbito rural».
También había publicado varios ensayos, entre los cuales los más relevantes fueron 'Meditación española sobre la libertad religiosa' (1966), donde «se anticipa al Concilio Vaticano II, diciendo que solo es posible acceder a la verdad y al sentido de las cosas a través de la libertad»; 'Los cementerios civiles y la heterodoxia española' (1978), que recorre «la historia de los corralitos donde se enterraba a los hombres que no se consideraban afines a un determinado modo de pensar»; y 'Sobre judíos moriscos y conversos' (1982), donde recapitula su relación con Américo Castro para repensar «qué sucedió en España para que se quebrantara la convivencia entre las tres culturas».
Es entonces cuando se publica la 'Guía espiritual de Castilla', cuya «luminosidad» refleja «un cambio de rumbo en la dirección hacia la cual él estaba adentrándose», apunta Arbona. Como subraya en su hermoso prólogo, el abulense rastrea «de qué modo y manera los universales sueños y esperanzas del hombre y la propia realidad de la vida se encarnan aquí, entre nosotros», buscando entre sus páginas lo que la investigadora califica como «lugares de esperanza» y «realidades que le permitan acompañar y servir de sosiego y de sostén a la vida y sus miserias».
El mapa de una búsqueda personalUna visión de Castilla
Aunque el propio Jiménez Lozano asegura que su libro no es una guía, para Arbona sí que lo es, en tanto en cuanto con su lectura es posible entresacar los lugares y espacios que para el de Langa conforman los restos de toda una cultura: «Habría que trazar un mapa 'jiménezlozaniano' de Castilla para seguir sus pasos, porque todos esos fragmentos que él recupera dan una imagen de esa Castilla que él ve y es única».
Por otra parte, en su preliminar declaración de intenciones al libro, el escritor asegura que tampoco se trata de un documento académico, si bien ella considera «todo lo contrario». «Aunque él lo hace de una forma muy amena, con alegría y ligereza, está manejando y ofreciendo mucho conocimiento, sabiduría diría yo, sobre aquellos lugares que ha visitado, que ha vivido y que ha percibido. Brinda al lector toda una visión de Castilla y de la historia de España que no se había abordado con tanta seriedad desde la Generación del 98», sentencia.
A su juicio, «esa concepción de España está atravesada, por un lado, por el lamento por una convivencia perdida entre tres formas de entender el mundo: la de los judíos, moriscos y cristianos. Y, por otro lado, ve en su singularidad una esperanza, porque percibe que hay un lugar al que volver, un lugar del presente desde donde se puede mirar (no solamente como lamento, sino también como disfrute) algo que ha dado esperanza a los habitantes de Castilla, permitiéndoles soñar con paraísos y seguir esperando». «Es un libro que no solo da testimonio de lo que se fue, sino que hay toda una propuesta para entender que lo que hay en Castilla está todavía sin explorar, en el plano artístico y en el existencial», refrenda.
Los buscadores de lo real
Sobre el doble viaje que propone la 'Guía espiritual', tanto interior como por los lugares que preservan la esencia del ser castellano, Arbona recuerda que «Jiménez Lozano siempre decía que hay que volver a los adentros y a tener el alma en el almario». «Él era un gran cristiano, y lo que nos estaba diciendo es que, si no hay una recuperación de lo que significa la fe, la caridad y la esperanza para cada uno de los creyentes, si no se vuelve al corazón latiente, entusiasmado por lo que se mueve dentro de uno mismo, la fe cristaliza en doctrina y se convierte en algo estático», explica.
Es ahí donde su concepción de lo espiritual entronca con dos de los grandes protagonistas del libro, estrechamente vinculados con Ávila: Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, a quienes incluye «como quien no quiere la cosa y de puntillas» en la parte final, definiéndoles de una forma tan poética como precisa, como «los buscadores de lo real», una frase que Arbona aplaude como «la más lograda de la Guía, porque resume su propuesta para el presente», y en la que encaja como un guante el propio Jiménez Lozano, por la intensa y evocadora exploración que él mismo emprende en la 'Guía espiritual de Castilla'.
«Podríamos confundirnos, pensando que son místicos que viven fuera de la realidad, casi en otra galaxia o en un mundo sobrenatural, desconocido para los hombres de carne y hueso que pisamos la tierra, y sin embargo es todo lo contrario», señala. En ese sentido, explica que el abulense ve en ambos a personajes fronterizos, que nacen en un mundo multicultural en confrontación, y que sufren y arrastran heridas por ello. «Teresa vivió cómo su abuelo, un judío converso, tuvo que marcharse de Toledo con su familia y demostrar durante toda su vida su hidalguía. Y Juan vivió una situación similar, de pobreza radical, hambre y despojamiento junto a su madre, probablemente morisca. Los dos conocieron la falta de libertades y la injusticia, y eso les hizo buscar la grieta por donde entraba la luz, esos lugares donde comenzar de nuevo. Ese es el sentido de la auténtica mística, que es lo que evoca Jiménez Lozano: una mística que busca el fundamento de lo real, el todo o lo absoluto, desde la nada», argumenta.
Así, dedica todo un capítulo de la 'Guía espiritual' a 'Teresa Sánchez', de quien «en toda la ancha Castilla nos encontramos su memoria». «Frente al afán de sus familiares por buscar riquezas para demostrar su hidalguía al mundo, ella propone el regreso a una pobreza fundamental con la reforma del Carmelo, que dio lugar en 1593, tras su muerte, a una orden religiosa nueva, la Orden de Carmelitas Descalzos», explica Arbona. Las huellas de la Santa son perennes en toda Ávila, desde su casa natal hasta el Monasterio de La Encarnación, en las afueras, donde residió buena parte de su vida, coincidiendo en sus últimos años con San Juan de la Cruz, que ejerció como confesor y director espiritual de las monjas.
«Decía Unamuno que Castilla era tierra-tierra. Y Teresa de Jesús lo que buscó fue cómo el cielo, de un cierto modo, se quería esposar con la tierra-tierra. Para eso se hizo pobre», evoca Arbona, que remite al cierre de la 'Guía espiritual de Castilla', donde el lector se queda con la sensación de que «la búsqueda de lo real continúa»: «Tampoco sabemos muy bien qué es Castilla después de todo este buceo en ella. Siempre queda un poco más allá».
La catedral, templo del saber
En el recorrido por las huellas de Ávila en la 'Guía espiritual' es obligada la visita a la catedral. A los templos de lo sagrado les dedica el capítulo 'Luz y rincones de las catedrales', donde reflexiona sobre el sentido religioso, pero también político, de esas construcciones, y su impacto en la vida de las personas a lo largo de los siglos. Desde la de Zamora a la de Ciudad Rodrigo, desde la de León a la de Saint-Denis, recorre con su pluma el legado de las catedrales hasta detenerse en la de Ávila, más concretamente en su trasaltar, dedicado a la sepultura del obispo Alonso de Madrigal, conocido como El Tostado, a quien Jiménez Lozano se refiere como «un pequeño Aristóteles de alabastro, que lee eternamente su libro».
Es entonces cuando el escritor realiza lo que Arbona califica como «una descripción, o casi un retrato, de lo que él llama un verdadero intelectual, pero un intelectual lleno de melancolía, lleno de pregunta, que en muchas cosas se parece a él mismo». «Su rostro es realmente el de un sabio que sigue aprendiendo con un punto de interrogación y melancolía en la mirada, y soportando su ropa pontifical con algún disgusto de su pompa porque quizás hubiera querido ponerse algo más sencillo para sentarse en su cátedra», escribe Jiménez Lozano sobre un hombre nacido en Madrigal de las Altas Torres, que «era una tranquila síntesis entre fe y ciencia de la época».
Acto seguido, el texto se centra en las dos figuras monstruosas que custodian la puerta occidental de acceso a la catedral, a las que Jiménez Lozano llamaba, recuerda Arbona, «los hombres cocodrilo o los hombres lagarto, porque están cubiertos de plumas o de escamas, y tienen facciones muy exageradas».
«Son unas figuras similares a las que hay en la fachada del Colegio de San Gregorio, en Valladolid, que recuerdan la discusión que allí se produjo en 1550 entre entre fray Bartolomé de las Casas, que defendía los derechos de los pueblos del Nuevo Mundo, y Ginés de Sepúlveda, que los consideraba seres inferiores y sin alma. Allí surgió un debate sobre la naturaleza, la dignidad y la humanidad de los indígenas, un tema que entronca con una de las obsesiones de Jiménez Lozano: no hay posibilidad de evangelización, si no es a través del reconocimiento personal, crítico y dramático, de lo que significa la fe», expone la profesora, recordando el primer ensayo del abulense: 'Meditación española sobre la libertad religiosa'.
«¿Gog y Magog, monstruos infernales y apocalípticos, o también dos bárbaros que inquietan con sus interrogaciones sobre la igualdad humana? En cualquier caso, 'sueños de la razón que produce monstruos' o vacilación de esta al conmoverse sus cimientos», escribe en la 'Guía espiritual', antes de rememorar cómo el terremoto que sacudió Lisboa en 1755 se hizo sentir en Ávila rompiendo las cristaleras de la catedral. Para Arbona, aquella catástrofe supuso «una explosión de preguntas en la cultura europea, en la que todos tuvieron que tomar posición frente a la existencia o no de un Dios capaz de permitir semejantes desastres naturales».
El amor que vence a la muerte
Junto a la discusión intelectual, la mezcolanza fronteriza de barrios y comunidades, o la convivencia de leyes y culturas de la que fue testigo Ávila a lo largo de la historia, Jiménez Lozano deja testimonio en su libro de una hermosísima historia de amor que recupera para su íntimo mapa de Castilla en 'El amor que desafía el sepulcro'. En ese capítulo, su mirada se detiene en los mausoleos que cobijan al infante Felipe, en Villalcázar de Sirga (Palencia), y al infante Don Juan, en el monasterio abulense de Santo Tomás. Este último, una bella pieza de alabastro elaborada en Génova por Alessandro Fancelli, está dedicado al hijo de los Reyes Católicos y heredero de las coronas de Aragón y Castilla, que falleció a los 19 años. «El príncipe duerme, y se dijo que había muerto de amor o, como creyeron sus cuidadores, de un exceso sexual: en realidad, a consecuencia de un proceso tuberculoso que con frecuencia, a la vez que devora los pulmones, adelgaza la carne y la torna sutil y translúcida; e ilumina los ojos, abriendo para ellos delicadas cuencas, como lo hace el amor», relata el escritor. «Este sepulcro muestra esa serenidad ante la muerte y una experiencia amorosa que yo creo que a Jiménez Lozano le pacificó extraordinariamente», apunta Arbona.
A su juicio, el mausoleo «también nos habla de las reacciones de Isabel la Católica. En primer lugar, respecto al matrimonio de su hijo; cuando sus consejeros le recomendaron que se separase de su mujer porque tanto amor y pasión dañaban su salud, respondió: 'Lo que ha unido Dios, que no lo separe el hombre', con lo que demuestra que para ella, por encima del poder político, estaba su fe. Y en segundo lugar, cuando su hijo muere, ella repite las palabras de Job: 'El Señor me lo dio, el señor me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor'. Eso nos habla de qué tipo de mujer era: no se concebía a sí misma sola, sino dentro de una historia, la historia del pueblo de la salvación.