Sin papeles, sólo vidas en penumbra

David Aso
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Dina, con marido y dos hijos en Perú, busca sola un futuro para los cuatro en Valladolid desde una irregularidad que anula el valor de sus carreras. Gustavo, titulado como auxiliar de vuelo en Colombia, ya pasó dos meses durmiendo debajo de un puente

Dina y Gustavo, peruana y colombiano sin papeles, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid.. - Foto: Jonathan Tajes

Dina, peruana de 42 años, llegó a Valladolid hace casi cuatro meses con dos carreras bajo el brazo en busca de un futuro mejor para ella y su familia (marido y dos hijos que de momento se han quedado en su país), pero «sin regularizar por un error con los trámites». Sola ante una realidad inesperada que la enfrenta al reto de aguantar unos tres años sin sus seres más queridos para poder conseguir los papeles, y aún hoy sin trabajo; ni legal porque no puede, ni sumergido porque aún no lo ha encontrado.

Tampoco lo tiene todavía Gustavo, colombiano de 24 años que lleva algo más de siete meses en Valladolid. En su país se formó como auxiliar de vuelo y sueña con volar alto en España, pero aterrizó sólo con el clásico permiso de turista (que caduca a los 90 días) y tocó fondo en pleno invierno al pasarse dos meses durmiendo debajo del puente de Isabel la Católica. 

Los nombres de ambos son ficticios, pero no los crudos relatos que comparten con El Día. Dos más entre miles en Valladolid que atestiguan las dificultades de reinventarse lejos de casa cuando no se acierta a pasar por la estrecha senda legal de la migración en este ancho mundo tan globalizado para casi todo lo demás. Y además, dos de los que no podrán beneficiarse del proceso extraordinario de regularización que tramita el Congreso aunque salga adelante, ya que las condiciones prefijadas limitan los beneficiarios a quienes puedan acreditar que ya residían en España antes de noviembre de 2021.

Dina y Gustavo, peruana y colombiano sin papeles, en la entrada a la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid.Dina y Gustavo, peruana y colombiano sin papeles, en la entrada a la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid. - Foto: Jonathan Tajes

El marido de Dina ya estuvo casi todo el año pasado sin empleo y ella, que se sacó en Perú el título de Negocios Internacionales además del de Auxiliar de Enfermería Técnica, trabajaba en una agencia de aduanas en la frontera con Bolivia hasta que la despidieron en noviembre. «Como veía que mi esposo estaba sin trabajo le decía 'anda, vete, que dicen que en España sí hay', pero él tenía un poco de temor y me respondía 'si no encuentro nada, ¿qué hago solo?'», cuenta Dina. «En una de esas le respondí 'si a mí me dijeran que me vaya, me voy'». En su caso considera que no tan sola: «Con la ayuda de Dios, que le tengo bastante fe». «Se me presentó mi pasaje, mi bolsa de viaje y decidí venirme», por compatriotas ya residentes en Valladolid que le hablaron bien de una ciudad «tranquila, tolerante y respetuosa». 

Creyó ver clara la «oportunidad» porque, según relata, contaba con un compromiso de empleo que pensaba firmar en Valladolid, pero la ley obliga a que la contratación que avale la petición y posterior concesión de los permisos de residencia y trabajo se cierre en el lugar de origen, mientras que desde aquí toca esperar tres años (como mínimo, en el mejor de los casos) para poder acogerse al supuesto legal más común, el de arraigo laboral. Se planteó regresar, «pero supone mucho dinero» y consideró que sólo agravaría el problema económico de su familia, así que, «con la moral bajísima», empezó a tocar puertas: «Todas las ONG me decían que no podían ayudarme hasta que no pasaran 90 días -el plazo que dura el permiso de turista, tras el cual ya se entra en situación de irregularidad-, pero al final di con la Fundación Red Íncola». Así se ha ido informando y ha accedido a cursos, talleres, terapias de grupo… Maru González, coordinadora general de esta organización en Valladolid, explica que forman grupos homogéneos de ocho o diez sin papeles a los que citan una vez por semana «para que se apoyen y vayan creando redes entre ellos» que les permitan «terminar saliendo adelante de manera más autónoma».

Ahora Dina está matriculada en Atención Sociosanitaria en un centro de educación de personas adultas y por ahí confía en encontrar un empleo, aunque sigue atenta a todo lo que puede con idea de «aceptar lo que se presente», mientras vive en un piso compartido con otros cuatro peruanos, dos de ellos también sin papeles. Y es que sí que es cierto que, más allá del temor de su marido a cruzar el charco, hoy en día realmente lo suelen tener menos difícil ellas que ellos por la posibilidad de colocarse como cuidadora en una casa, donde el riesgo de toparse con una inspección o similar es mucho más bajo que en cualquier centro de trabajo.

De Colombia

Solo llegó también Gustavo, pero ya lo estaba en Colombia, sin contacto directo con su familia (padres y una hermana) desde los 16 años por un conflicto que no tiene nada que ver con ninguna conducta ilegal, pero del que prefiere no dar detalles pese a no ser identificado con su nombre real en estas líneas. Se formó como auxiliar de vuelo, pero trabajaba en el call center de una agencia de viajes desde que se graduó. «Necesitaba salir de mi país, reconstruir mi vida sin el dolor de estar cerca de mi familia pero sin su afecto», y empezó a ahorrar dinero. Un año antes de partir ya había contactado con «amigos» de Colombia que estaban en Valladolid. «Los conozco de toda la vida porque allí vivieron frente a la casa de mis abuelos y me pintaron muy bien todo lo de acá. Me decían que sería fácil y me ofrecieron una habitación, pero me echaron cuando me quedé sin dinero para pagarla por no encontrar trabajo».

Así acabó durmiendo debajo del puente de Isabel la Católica desde mediados de enero y durante dos meses; hasta que contactó con la Red Íncola, levantó el ánimo, hizo contactos, recibió nueva ayuda externa desde Colombia y pudo reinstalarse en otro piso compartido con colombianos.  Pero en más de siete meses sólo pudo trabajar unas horas montando un puesto de una feria de artesanía. También ha tanteado ser repartidor, rider, pero ahí la explotación del irregular, como él mismo ha podido comprobar en primera persona, la provocan particulares que tienen cuentas para trabajar como autónomos para plataformas digitales de reparto como Glovo y las ceden a cambio de quedarse hasta con más de 300 euros al mes (o hasta el 30% de los ingresos) de quienes no pueden darse de alta para abrirse una a su nombre, «demasiado dinero» para poder permitírselo de momento.

Pero Gustavo no renuncia a su sueño: «Quiero volar, ser parte de una aerolínea», sostiene; y Dina, «trabajar como enfermera en el Clínico». «El orgullo más grande que podría tener como madre sería dar un futuro a mis hijos, y una vez he llegado hasta aquí, tengo que ser más fuerte para salir adelante con la ayuda de Dios», añade ella. Pero sabiendo ambos que, para vivir aquí sin esconderse, para lograr la regularización y salir de la penumbra, tendrán que aguantar al menos tres años como sea.