Aquel día el tren que iba a coger venía tan lleno que no pudo hacer otra cosa que recorrer los vagones con un vistazo rápido para decidir en cual subirse. La joven Olga ignoraba que ese 11 de marzo suponía una decisión que marcaba la línea entre la vida y la muerte. Entonces era una estudiante de 19 años.
Se cerraron las puertas y el tren empezó a salir del andén, iniciando su recorrido habitual. «Entonces escuché como un petardazo, el tren fue perdiendo fuerza y las puertas se fueron abriendo lentamente», recuerda. Miró la hora y vio que eran las 7,38.
A continuación, escuchó una gran explosión, esta tan fuerte que empujó a una señora hacia atrás por la onda expansiva.
Olga rememora que acababa de quitarse uno de los auriculares con los que iba escuchando música. «Noté como una bola de calor que me golpeaba. Como si me dieran un golpe seco con una barra de madera. La señora que iba delante de mí se llevó la mano hacia el pecho», relata para la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) para evocar una imagen imposible de olvidar. «Cuando salí, un señor me decía que no mirara para atrás». Sin embargo lo hizo y vio el horror sobre las vías del tren.
Pensé que se acababa todo. El olor que había era horrible, pero lo que peor llevé fue el silencio que había, era un silencio terrorífico"
No tuvo dudas sobre lo que había sucedido. «Sabía desde el primer momento que eso era un atentado terrorista. Entre dos personas tiraron hacia arriba de una valla metálica y empezamos a salir. Era un agujero pequeño y apenas podíamos respirar por el mucho humo que había. El olor que había era horrible. Pero lo que peor llevé fue el silencio que había, era un silencio terrorífico», dice con un estremecimiento en la voz.
«Yo solo pensé que se acababa todo que no salía de allí. Fue una sensación horrible».
Le quedaron algunas secuelas físicas en la vista y el oído durante tiempo. Pero el mayor daño fue el psicológico. La masacre la transformó. «No era yo. Se me hacía muy duro. No tenía una esperanza de futuro. Mi inocencia se quedó en aquel vagón», advierte.
En su casa fue duro, pese a que como ella reconoce ha recibido «mucha comprensión y mucha ayuda» de su familia para ir avanzando. También decidió contactar con la AVT y hacer terapia con ellos. Como ella misma reconoce fue un gran acierto porque eso le está permitiendo salir adelante y mirar el futuro con fuerza y con mucho más optimismo.
Hay más nombres propios vinculados a la tragedia. Esther viajaba en el vagón de la bomba más letal, la que estalló en El Pozo y dejó 65 muertos; sobrevivieron otra joven y ella, con un pronóstico, en su caso, que no superaba las 24 horas. Veinte años después sigue repitiéndose a diario «adelante, sigue así, mira a la vida de frente».
Veinte años después sigo repitiéndome: adelante, sigue así, nunca dejes de mirar a la vida de frente"
Considerada la herida más grave (19 días en la UCI) tras la muerte en 2014 de la última víctima después de una década en coma, Esther Sáez logró sobrevivir.
Su oído derecho «está muerto, muertísimo», aunque añade sonriente que es el menor de sus problemas. Tiene un 67% de minusvalía pero dice estar contenta porque empezó con un 77.
Tenía 33 años, dos niños de uno y tres años y medio y, como todos los días, cogía el tren para ir a un cercano laboratorio farmacéutico en el que trabajaba.
«Recuerdo todo lleno de humo. El olor a quemado, un olor muy especial que no he vuelto a oler; recuerdo también un boquete a mi lado (...) recuerdo restos y muertos. Recuerdo un chaval de unos 18 años sentado a mi lado muerto y que yo no me podía mover», enumera pausada. Sigue luchando. Primero lo hizo por sobrevivir, ahora por salir adelante.