Secundino Sacristán nació cansado. «Tenía un color muy pálido, me movía muy poco, no tenía fuerzas, ni energía ni nada», relata. Con seis años subía las escaleras a gatas y sus padres, agricultores de Cogeces, lo llevaban en silla de paseo. «Comía muy mal y me criaba muy mal. Sabían que algo me pasaba, pero no el qué». Visitaron «multitud de médicos y hospitales», en Valladolid y sobre todo en Madrid. «Me operaron de los oídos, las anginas... Me hicieron miles de cosas», hasta que le diagnosticaron una enfermedad rara de la sangre: talasemia. Un trastorno hereditario que, por insuficiencia de hemoglobina, glóbulos rojos y en consecuencia oxígeno, provoca anemia y daños en los nervios y en órganos como los riñones, el hígado, la vesícula… Desde entonces depende de transfusiones cada dos, tres o cuatro semanas, según cómo esté, y acumula más de 1.200 bolsas por las que no sólo se declara «eternamente agradecido», sino que ejerce de voluntario de la Hermandad de Donantes de Valladolid para todo lo que puede. Así aporta también al sistema, con una labor permanente de concienciación que ya le valió el reconocimiento ('Mérito Nacional 2023') de la Federación Nacional de Donantes.
Empezó a recibir transfusiones con 6 años, mientras los médicos advertían que no cumpliría los 10. «Yo mismo iba con mis padres y nos lo decían a los tres, que no había solución y me moría». De hecho, el bazo se le agrandaba y no se lo extirpaban por considerar que «no merecía la pena» para el tiempo que le quedaba, aunque al final lo hicieron a los 9 años porque había alcanzado tal tamaño que le presionaba el estómago y no podía comer. Uno normal de adulto no pasa de 200 gramos y el suyo pesaba 2,8 kilos cuando se lo quitaron. También entonces le pronosticaron dos o tres años más como mucho, pero hoy ya cuenta 59 y aprecia haber tenido (y seguir teniendo) una vida «casi normal» pese a sus frecuentes problemas de salud y hospitalizaciones. Estudió Maestría Industrial Electrónica y trabajó hasta los 45; está casado, es padre de una joven de 28 y no alcanza a poner cifra a la cantidad de veces que burló a la muerte.
En Castilla y León hay más de un millar de diagnosticados con talasemia, pero apenas un centenar en toda España que hayan desarrollado la patología al nivel de Secundino. «El 70% de los que sufrimos mi enfermedad morimos de un paro cardíaco y el 30% restante por infecciones». Quizá por eso no murió cuando el panadero de Cogeces le atropelló con tres años, ni cuando hace cuatro le arrolló otro coche en Valladolid... Pero tampoco por una varicela que casi se lo lleva hace más de 20 años, ni cuando le quitaron la vesícula hace 15, ni una neumonía que lo tuvo casi dos meses hospitalizado… Un enorme historial médico que no le impide dar gracias por cada amanecer.
Él ha vivido además en primera línea cómo ha evolucionado la gestión pública de las donaciones: «Al principio mi padre tenía que pagar por las que yo recibía y los donantes cobraban», recuerda. «Por suerte» aquello cambió apenas un año después de que empezara con las transfusiones, pero le quedó el daño colateral de un contagio de hepatitis C, cuando sólo tenía siete años, de la que no se empezó a curar hasta que en 2015 accedió a una nueva medicación.
«El problema es que entonces, como se pagaba por la sangre y no existían los controles de ahora, había gente que si necesitaba dinero por lo que fuera ocultaba enfermedades, y había muchos donantes vagabundos, alcohólicos…». Todo eso suena lejano ahora, «pero en EEUU se sigue pagando a mexicanos por cruzar la frontera para donar», subraya. Aquí sin embargo no hay negocio, 'sólo' vida a cambio de solidaridad.