El acusado es el único actor de un juicio que posee el derecho a no decir la verdad. Hay ciertos juristas que aseguran que tiene, incluso, la obligación de mentir. Cuando el acusado es un asesino, la falsedad salpica más si cabe su declaración. Sabe que no tendrá más oportunidades. Es ahora o nunca. Unos cuantos años a la sombra dependen de lo que diga, de cómo lo diga...
Pero hay excepciones. Ion B. un rumano de 44 años, fue, a finales de la primera década del siglo XXI, una de ellas. Asesino confeso de su expareja -también rumana, de 43 años-, no trató de huir, ni de engañar a la Guardia Civil. Mucho menos al jurado popular. Él se mostró arrepentido como pocos en su situación. No buscó excusas, solo el perdón por haber hecho lo imperdonable. «No quería matar a María, no sé qué me pasó aquel maldito día. Estoy arrepentido», espeto sin titubeos en la sala de vistas de la Audiencia Provincial de Valladolid durante su declaración. El juicio, paradojas del destino, se inició el día antes de cumplirse el primer aniversario del crimen: «Hoy se cumple un año desde que quité la vida a la persona que más he amado en la vida».
El pastel. Fue al mediodía. Un lunes de septiembre, como si Ion B. lo llevase mascullando durante todo el verano de 2008 y hubiese terminado de rumiarlo ese primer fin de semana de otoño. María y él llevaban cuatro meses separados por iniciativa de la mujer y en esos días él se había enterado de que estaba saliendo con otro hombre. Aquel «maldito día», él, le hizo un comentario «medio en broma» («¿Ya empiezas a hacer pasteles a Salva?», dijo) que ella no encajó bien («Sí, porque se lo merece y vale más que tú»). Estaba harta de la insistencia de Ion para retomar su relación. Su ex no lo aceptaba y había llegado a amenazarla de muerte. Nadie le creyó, pero ese día, fue el día maldito de Ion.
La expareja trabajaba junta en Desime, una carpintería metálica de Pedrajas de San Esteban; ellos vivían en Íscar. Al mediodía de aquel 22 de septiembre ambos se cruzaron cerca de los aseos. Hubo ese comentario y se desató la furia de Ion. Siguió a María y la abordó por detrás con un cuchillo en el interior de uno de los baños.
En base a la declaración de los testigos que vieron el ataque y a las pruebas forenses, la sentencia dio por probado que el ataque de Ion fue súbito y sorpresivo, sin que María tuviese «posibilidad alguna de escapar ni defenderse». «Se abalanzó sobre ella y, sujetándola desde atrás con el brazo derecho, descargó (con el izquierdo) sobre ella, con el propósito de acabar con su vida, repetidas cuchilladas dirigidas a una zona vital como el cuello». Todas ellas asestadas «con gran fuerza», según destacaron los forenses en el juicio. Una de las 17 cuchilladas seccionó la laringe de María V., que, pese a todo, peleó por su vida. Reclamó ayuda a una de sus compañeras, que la llevó en su coche, con el cuello lleno de sangre, al centro de salud de Íscar. Los médicos no pudieron hacer nada por ella. Murió poco después «asfixiada en su propia sangre».
La última palabra de Ion. Ion no trató de escapar del pueblo. Se fue al puesto de la Guardia Civil de Íscar y se entregó. En el juicio que se celebró un año después del crimen de la fábrica de Pedrajas se mostró arrepentido. No ofreció detalles del crimen porque, según explicó, en su mente solo había «flashazos» y «sangre». Pero no se apartó del perdón, ni cuando, al final del juicio, lanzo un discurso de un minuto haciendo uso de su derecho a la última palabra: «Nada justifica lo que hice ni que María me pusiera los cuernos, ni que yo me les haya puesto».
Su arrepentimiento no le libró. El jurado le declaró culpable y la Audiencia Provincial fijó para él una pena de 18 años de cárcel por un delito de asesinato, además del pago de una indemnización de 120.000 euros a la hija de María V. En igual sentido, le impuso 25 años de destierro, en los que no podría residir ni visitar Pedrajas e Íscar, así como comunicarse con la hija de la fallecida.