La vida después del cáncer de mama

Óscar Fraile
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Las mujeres que superan la enfermedad experimentan un importante cambio en su filosofía de vida y en su escala de valores, y se convierten en la esperanza de otras pacientes

De izquierda a derecha, Inés Campo Largo, Mercedes García Aguilera y Mónica López de la Cuesta. - Foto: J. Tajes

Hace ya 40 años que a Mercedes García Aguilera le dijeron que tenía cáncer de mama. Y aunque ese fue uno de los momentos más importantes, y trágicos, de su vida, lo que más recuerda de aquella época son las 32 sesiones de quimioterapia y las 36 de radioterapia con las que quedó «anulada» durante seis meses. «El tratamiento en aquellos años era mortal, porque te metían lo que llamaban la bomba de cobalto y yo no hacía más que vomitar... es el peor recuerdo de mi vida». En esas semanas se encerró en su habitación. No quería comer ni ver a nadie. «No sé cómo me aguantaron», bromea ahora. Pero sí que lo sabe: «Es porque tengo una familia fabulosa», añade.

De hecho, su marido y sus cinco hijos fueron la fuente de energía para salir adelante y conseguir que, 15 años después, le dijeran que estaba curada (aunque estuvo sometiéndose a controles durante 25). Y así pasó a convertirse en una de miles de mujeres que cada año ayudan a otras a superar este trago,Lo hace como voluntaria en la Asociación Española contra el Cáncer. A sus 84 años, es pura vitalidad y desprende un optimismo que trata de contagiar al resto de pacientes: «¡Arriba, arriba totalmente!, es lo que yo siempre digo a las compañeras. Que estén tranquilas y que confíen en la ciencia, que hoy en día es inmejorable», dice. Ella es el mejor ejemplo de que al final del túnel hay luz.

Superar esta enfermedad suele implicar cambios importantes en la escala de valores y filosofía de vida de las pacientes. Lo importante pasa a ser lo realmente importante. Y se gestiona como tal. Un abrazo, por ejemplo, que es lo que pidió alguna paciente del hospital de día a Mercedes cuando iba allí de voluntaria a hacer compañía a las mujeres que estaban recibiendo quimioterapia.

Inés Campo tiene mucho más reciente la experiencia. En junio de 2018, el año en que se jubiló, notó un «granito» junto a un pecho cuando se estaba duchando y no le dio mayor importancia. De hecho, esperó a julio para decírselo al ginecólogo en una cita que ya tenía cerrada previamente. Ahí empezaron las pruebas, hasta que llegó la terrible noticia en agosto: «Tienes cáncer de mama». Con el primer impacto no fue consciente de la gravedad, porque instó al médico a operarse cuando volviera de un viaje al desierto que tenía programado ese mismo mes. «¿Cómo? ¿El desierto? De eso nada», dijo el doctor, porque el bulto era mucho más grande de lo que aparentaba, ya que había crecido «hacia dentro». Antes de iniciar el tratamiento, la mayor preocupación de esta profesora era que sus facultades intelectuales se vieran comprometidas. «Lo primero que pregunté al médico es si mi cerebro se iba a ver afectado», ante la sorpresa del facultativo. En ese momento, la confirmación de que iba a perder el pecho pasó a un segundo plano, como suele pasar el aspecto estético cuando la vida está en juego. Y no es que no sea un tema importante, igual que la caída del pelo, sino que la relativización forma parte de esa 'reconfiguración' de la escala de valores. Así que Inés se puso el mundo por montera y el mismo mes que terminó las sesiones de radiología participó en un desfile de mujeres mastectomizadas con la cabeza pintada. «Me gustó muchísimo hacerlo, el ambiente era maravilloso», recuerda.

El diagnóstico temprano

Inés tuvo suerte, porque su tipo de cáncer era muy agresivo, pero se lo detectaron en una fase muy inicial. «Si no, yo no estaría aquí», dice. Pero está. Y con toda la energía del mundo. Aprendiendo francés e inglés y disfrutando de su hija, su gran apoyo en este proceso.

Y ese es el camino que también está transitando ahora Mónica López de la Cuesta, a la que comunicaron que tenía cáncer de mama el pasado 15 de diciembre de 2022, después de varias visitas al médico de cabecera por un bulto que empezó a doler bastante antes del diagnóstico. Pese a todo lo que implicaba para ella, lo primero que le vino a la mente es el trago de contárselo a su familia. Un momento que retrasó hasta que no pudo hacerlo más. «Es lo peor que una hija le puede decir a sus padres y fue muy duro decírselo a mis hijas, de 18, once y diez años», recuerda sin poder contener unas lágrimas liberadoras. Y eso que para ella el diagnóstico fue «un alivio» que enterró todas las incertidumbres que tenía sobre lo que le estaba pasando.

Mónica presume de ser una persona «muy constante», una virtud que le sirvió para sobreponerse al bajón físico de la quimioterapia, «que te absorbe la energía», y hacer deporte, aunque le costara hasta ponerse en pie. Fue una época en la que también notó muchos cambios emocionales. «Soy una persona súper independiente, pero cuando tienes cáncer necesitas tener compañía», reconoce. También para capear el miedo. «A no despertarme al día siguiente cuando me voy a la cama, por ejemplo», dice. Unos bajones temporales que supera con su familia y con compañeras que están pasando por lo mismo. Por eso se apuntó a un taller de maquillaje organizado por una de ellas. «Estar con gente que ha pasado por lo mismo que tú te ayuda muchísimo», sentencia.

Mónica todavía no ha recibido la buena noticia de estar curada, pero reconoce que ver casos como el de Mercedes e Inés ayuda. Y mucho. En este caso, la unión también hace la fuerza.