Años en Valladolid: Cinco.
Profesión: Monitora infantil.
Comida y bebida favorita: Lechazo y té.
Rincón favorito: Castillo de Montealegre.
A Andreina Guzmán (Caracas, 1986) todavía le brillan los ojos cuando recuerda «la arena blanca y el mar azul» de la isla de Margarita. Allí vivió seis años, hasta que se mudó a Valladolid con su marido y su hijo en febrero de 2019, tras una escala de pocos meses en Puerto La Cruz. Del suave clima caribeño al recio invierno castellano: «Pero aquí estoy feliz», afirma. Entre medias, dos episodios traumáticos que explican por qué.
Su «paraíso tropical» en Venezuela se le vino abajo meses antes a pedradas, las que lanzaron a su casa envueltas en consignas políticas. Trabajaba en un colegio como maestra de Educación Infantil, pero también por las tardes en una universidad que, en 2018, se convirtió en epicentro de unas revueltas estudiantiles que derivaron en graves altercados. «Las Fuerzas Armadas del Gobierno nos llegaron a sitiar, metían a los chicos en contenedores de barco, les tiraban bombas lacrimógenas dentro… Fueron momentos muy rudos».
«Soy apolítica, pero quizás eso fue un defecto», ya que el Gobierno culpaba a la universidad de alentar aquellas protestas y coincide que ni ella ni su marido pertenecieron nunca a un partido; ni siquiera al de Maduro. «Temía que nos pasara algo serio», y fue después de todo aquello cuando decidieron poner rumbo a Valladolid, donde ya vivía un hermano. Hoy está toda su familia en España y la gran mayoría en esta ciudad.
Así ha acabado apreciando su vida aquí con su marido y su hijo, que ya tiene diez años. «Me encanta Valladolid, su historia, los castillos de la provincia, mi barrio de La Victoria, mis vecinos, ir a pie o en bici al trabajo…». Es monitora infantil en el colegio Cristo Rey desde el curso pasado y su felicidad ya no la quiebra ni el conductor que la arrolló también el año pasado cuando pedaleaba por la avenida Salamanca: «Se disculpó, me dijo que tenía algo en el coche que se le estaba descongelando y se fue», con ella tirada en el suelo y la cabeza abierta. Pero valora más el gesto de un médico jubilado que «apareció con una maleta enorme» de botiquín y la atendió hasta llegar una ambulancia. Se va quedando de ese modo con el lado bueno de las cosas, con los buenos momentos y las personas «maravillosas» que se ha ido encontrando, empezando por «la gente de Accem» que les ayudó a regularizar su situación, o por los matrimonios mayores que cuidó los primeros años. Mientras los recuerda le viene a la mente lo único negativo de la ciudad que acierta a decir en toda la conversación: «He visto mucha soledad en los ancianos y eso sí que no pasa en Venezuela», aunque allí ya no se ve. Antes echará raíces en Valladolid… siempre y cuando no le venza su nostalgia de mar.