Daniel Rojo

Atolladero

Daniel Rojo


Síndrome posvacacional

14/09/2024

En estas últimas semanas en las que deshojamos la margarita del final del verano y del inicio del curso, un (re)comienzo de todo mucho más contundente y realista que el simbólico cambio de año que festejamos en nochevieja, los medios de comunicación vuelven a bombardearnos con los recurrentes reportajes del síndrome posvacacional, tan tópicos y manoseados como útiles para llenar páginas y minutos de periódicos e informativos hambrientos de contenidos que olvidamos tan rápido como leemos (ya siempre en diagonal, como marca nuestra progresiva pérdida de atención, gracias a las redes sociales y buscadores de internet).
Esos reportajes del síndrome posvacacional, del que curiosamente casi nadie hablaba hace 30 años pero que ahora es una de las bestias negras del ánimo occidental, nos ofrecen siempre, con un empalagoso tono 'buenrollista' a lo Paulo Coelho, un ramillete de imprescindibles consejos obvios para suavizar la reentrada otoñal y que no nos tiemblen las piernas de miedo al mirar a los ojos del abismo insondable de la vuelta a la rutina. Y si todo falla, los reportajes siempre nos recuerdan que ahí están, como un 'botón del pánico' o un cinturón de seguridad a prueba de vueltas de campana, las salvadoras obras de autoayuda, que ya comienzan a desplazar en importancia a la literatura tradicional en los supermercados del libro, o las pastillas contra la ansiedad, también posvacacional por supuesto.


Lo que esos reportajes no nos dicen, porque sería demasiada honestidad en una sociedad políticamente correcta que ya no la tolera, es que cada vez calificamos con más frecuencia como síndromes, dolencias o enfermedades lo que no es otra cosa que nuestra creciente incapacidad para gestionar habituales sentimientos negativos, ya sean la tristeza por el final de las vacaciones y la vuelta al trabajo, la frustración que nos producen el peso de la rutina o la esclavitud de las manecillas del reloj o, en otras fechas del año, la impotencia por tener que sentarnos a la mesa con familiares a los que no aguantamos y una barra de turrón de por medio, como la frontera que separa las dos Coreas.


Desde comienzos del siglo XXI, en España se ha triplicado el consumo de antidepresivos por habitante y duplicado el de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes, según cifras de la OCDE; y los psiquiatras, psicólogos y médicos de atención primaria, y hasta la nueva ministra de Sanidad -que también es médica- a comienzos del pasado mayo en la presentación del Comisionado para la Salud Mental, no paran de advertirnos de los riesgos que entraña la progresiva medicalización y psiquiatrización de todo lo que nos pasa, de lo grave que es pensar que una pastilla es la solución cuando tenemos un mal día y no sabemos gestionar sentimientos comunes a todos los seres humanos, que nada tienen que ver con enfermedades mentales graves y prolongadas, esas que en muchas ocasiones sí requieren del uso de una medicación que, desgraciadamente, se cobra un peaje muy alto en las personas que la toman.


En la sociedad actual, que nos exige estar siempre bien, mantener una actitud productiva y cumplir objetivos, convivir con esos sentimientos cotidianos de frustración, tristeza o preocupación es cada vez más difícil, pero la solución no pasa por rezarle al altar de la farmacología si no por aprender desde la infancia inteligencia emocional y autoconocimiento, capacidades de reflexión, de aceptación de uno mismo… Una tarea que debería partir de los padres y seguir en los centros educativos de todas las edades -de la Primaria a la universidad o la FP-, con más horas de psicólogo y una proporción mayor de profesionales por número de alumnos, hasta llegar a una ya clásica reivindicación de los colegios de psicología españoles: que su profesión entre a forma parte de la atención primaria para poder dar a los pacientes que lo necesiten unos mimbres vitales más útiles, en muchos casos, que una receta médica. 


La medida bien implementada supondría una fuerte inversión en personal y tiempo que sacudiría los presupuestos sanitarios de cualquier comunidad autónoma, pero a cambio permitiría tratar el problema a fondo, tener una sociedad más sana y mejor preparada emocionalmente, en lugar de simplemente enmascarar unos síntomas con medicinas para poder seguir fingiendo que todo está bajo control. Sólo así podríamos dejar lo de las «pastillas para no soñar» en la letra de una canción de Sabina.