El 23-J empieza todo cuando los resultado electortales dan al gobierno Frannkenstein la posibilidad de seguir en el poder, con los escasos siete votos de Junts, el partido que teledirige el prófugo expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, que exige, para dar su apoyo, que se fabrique una ley de amnistía que haga tabla rasa de los delitos que cometieron los artífices del 'procés', algunos de los cuales fueron condenados y luego indultados y para aquellos que participaron de una u otra forma en su preparación, desarrollo y consecuencias. Hasta ese momento la amnistía había sido olvidada, nadie habló de ella durante la campaña electoral, y si se hizo fue para advertir que sería inconstitucional y se afirmaba que con los indultos se había conseguido lo que ahora pretende la amnistía, la restauración de la convivencia en Cataluña, la normalización de relaciones entre el Estado y el Principado y se había conseguido que ERC, desistiera de la vía unilateral a la independencia, y las posiciones maximalistas quedaban opacadas por la realidad del pragmatismo. Los siete votos de Junts sirvieron para que el gobierno de coalición PSOE-Sumar, junto a otros partidos más o menos progresistas pero todos decididos a impedir un gobierno entre el PP y Vox siguiera al frente del país al tiempo que volvían a ponerse sobre la mesa un lenguaje y unos intereses que estaban arrumbados.
Los redactores de la proposición de ley, socialistas y junteros bajo la atenta mirada de ERC se creían capaces de superar fácilmente el estigma de inconstitucionalidad con el que fue recibida la iniciativa. Hasta que entraron en acción dos jueces que después de tras años de olvido,y en contra de lo que habían decidido otros compañeros, acusaron de terrorismo y traición a Puigdemont, y lo que en principio se presumía una tramitación fácil y directa entró en un proceso de acción-reacción, porque cada avance en el acuerdo era respondido por una resolución judicial que intentaba hacer descarrilar la negociación. La coincidencia de los argumentos judiciales con los esgrimidos por el Partido Popular sobre la separación de poderes, la vulneración del Estado de derecho y la igualdad de los españoles ante la ley, motivó que la ley volviera a tener que ser estudiada, y donde el Gobierno había afirmado que no tocaría ni una coma, en veces sucesivas traspasó las líneas rojas que dijo que mantendría. Cedió a la presión judicial y al chantaje de los independentistas.
Hasta que los estrategas del PP se volvieron a equivocar y desde el Senado, de mayoría popular, se solicitaba un dictamen a la Comisión de Venecia que lejos de darles toda la razón proporcionaba una pista de aterrizaje a los negociadores para que volvieran su vista a la legislación europea para salvar los escollos de la legislación nacional. Un dribling del que sería ingenuo pensar que va a dejar fuera de juego a los jueces españoles empeñados en ver a Carles Puigdemont sentado en el banquillo. Es decir, que la desjudicialización del conflicto político aún tardará en hacerse efectiva porque a la aplicación de la ley le queda mucho recorrido y muchas decisiones judiciales por ver.
No hay otro motivo para la tramitación de la ley de amnistía que la necesidad de los votos de Junts para que Sánchez siga en La Moncloa, lo que lleva al 23-J. A la vista de lo ocurrido y de la manifiesta debilidad del Gobierno quizá la solución hubiera sido la convocatoria de nuevas elecciones. Pero nada garantizaba que se obtuvieran resultados distintos, porque el PP todavía seguiría pagando el error estratégico del 28-M de vincularse a Vox para gobernar donde las matemáticas también se lo permitía.