El año 1968 fue particularmente intenso. Yo empezaba la agitada edad de la adolescencia y recuerdo bien lo que se veía en la televisión. Tanques soviéticos en las calles de Praga, estudiantes levantando los adoquines de París, tiradores disparando a la multitud en Ciudad de México, Bob Kennedy en el suelo y Martin Luther King en un ataúd, la ofensiva del Tet en Vietnam, las protestas en el campus de la universidad de Berkeley, el muro de Berlín.
Aquel año fui al cine a ver una película que no fui capaz de entender, pero que me trastornó. Se llamaba 2001. Una odisea espacial y la había dirigido un tal Stanley Kubrick. El guion de la película lo había escrito un autor de ciencia ficción llamado Arthur C. Clarke.
El filme de Kubrick tenía tres partes. La primera se desarrollaba en una especie de desierto con cuevas, y unos monos eran sus protagonistas. Un extraño monolito de metal oscuro surgía de pronto ante ellos. Con mucho miedo se acercaban a tocarlo. Entendí que de alguna forma ese contacto había hecho brotar una idea en uno de los simios. En la novela de Clarke el mono se llama Moon-Watcher, el que mira la luna (de cría hasta se ponía de pie para intentar alcanzarla).
Sobre la tierra yacía el esqueleto de un animal. El mono cogió un hueso de una pata y aporreó el cráneo, que se partió como una nuez. La escena siguiente era ese mismo mono, Moon-Watcher, abatiendo a golpes al animal vivo. Luego se repartían su carne. El grupo ya no pasaría más hambre en aquel secarral.
Pero ¿y la sed? Se disputaban el agua de una charca con un grupo rival. Los dos machos alfa se enfrentan, como siempre, en la charca, pero esta vez ocurre algo. Un brazo se alza hacia el cielo, armado con un hueso, y una cabeza recibe un golpe que no se espera. El odiado enemigo ya no se levantará. Está muerto. Su grupo tendrá que abandonar la charca para perderse en el desierto.
Así empezó todo, viene a decir la película, con unos monos antes débiles y temerosos y ahora transformados en cazadores y asesinos. Millones de años después, aquí estamos nosotros, convertidos en la especie dominante, pero con los malditos genes de la violencia bien dentro. La siguiente imagen es una bomba atómica orbitando la Tierra.
Sin embargo, la idea de que somos monos asesinos, y de que esa es nuestra tragedia, no había nacido en las mentes de Kubrick y de Clarke, sino en las de un paleontólogo y un etólogo. El primero era Raymond Dart y había descubierto al australopiteco. El segundo estudiaba el comportamiento animal y recibió el Premio Nobel. Se llamaba Konrad Lorenz.
El día de Nochebuena de ese mismo año 1968 vi otra imagen en la televisión: la foto que el astronauta William Anders tomó desde la otra cara de la Luna. En ella se veía la Tierra amaneciendo sobre el horizonte. Por primera vez el ser humano contemplaba el planeta en su integridad y algo cambió en nosotros para siempre. Ese clic de la cámara de Anders alumbró una nueva conciencia.
Todos los seres humanos tenemos que beber de la misma charca.