La autora de El gran despertar (Editorial Sigilo), Julia Armfield, asegura que, cuando era niña, tenía una edición bellísima de Beowulf ilustrada por Charles Keeping, un libro que contenía unos dibujos terroríficos y que nunca olvidó. Recuerda también que le fascinan el tiburón de Tiburón, las brujas de Suspiria, el Drácula de Christopher Lee, la novia de Frankenstein, los mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft… Ha cumplido apenas 31 años y mete miedo. Cosa que, parece, le divierte.
¿Una friki? Julia Armfield (Londres, 1990) tiene un máster en literatura y arte victorianos por la Royal Holloway University de su ciudad natal. Su tesis es, no se asombren, sobre pelos, dientes y uñas en el imaginario victoriano, un asunto que se relaciona estrechamente con sus inquietudes. Porque le fascinan los usos del cuerpo físico en la escritura, cómo a veces el cuerpo puede ser el sitio de la violencia y el colapso…
El gran despertar (Editorial Sigilo), su presentación en España, es un ramillete de relatos que la ha hecho merecedora de algún premio (el cuento que da título al volumen en español ganó el White Review Short Story Prize 2018) y el elogio de grandes nombres del género. «Ejemplar: un gótico distinto y nuevo, melancólico, potente y elegante», valoró China Miéville.
Armfield lo acepta con naturalidad. Siempre le llamó la atención la cantidad de metamorfosis que se encuentran en el folclore y la mitología, el modo en el que la falta de fiabilidad del cuerpo fue utilizada como advertencia o castigo para niños traviesos en libros como Alicia en el país de las maravillas o Pinocho. Hay algo liberador en la metamorfosis, afirma, en la «aceptación de aquello en lo que te has convertido».
«En la mitología, cuando Dafne se convierte en un laurel, el momento encarna a la vez horror y liberación. Ella ya no es la que fue, pero la metamorfosis la libera de la atención no solicitada de Apolo».
«Esta dualidad de horror y emancipación, creo, constituye el núcleo de la transformación». Y eso tiene también un aspecto que a ella le interesa especialmente: el acto de mudar la piel socialmente aceptada a favor de algo más inquietante, más amenazante, un acto que en realidad es de liberación.
En opinión de Armfield, la buena escritura tiene que iluminar más que confundir, un buen símil o una buena metáfora tienen que acercarte al objeto que se está describiendo, y no lo contrario; por eso no defiende que «escribir al servicio de la escritura es hacer uso de los conceptos básicos de una buena obra».
En ese empeño, se embarcó en una novela que no le salió, al menos no como ella quería. Por eso decidió escribir relatos breves.
La experiencia le permite asegurar, en contra de lo que muchos afirman, que el cuento no es un género limitante, porque sus márgenes silenciosos están sembrados de oportunidades.
Todo lo que no puedes decir enriquece el relato. A diferencia de lo que le ocurre cuando se embarca en una novela, cuando espera que el texto le detalle todos los aspectos de la historia, el lector de cuentos sabe que no tiene derecho a esa descripción pormenorizada. Más aún: sabe que va a tener que hacer un esfuerzo, llenar los huecos echando mano de sus reservas de inventiva. «Mundos enteros pueden existir al margen de un cuento sin necesidad de ser descritos».
Armfield exige, pues, al lector un esfuerzo imaginativo; a cambio, le ofrece un derroche de fantasía.
Leyéndola, a uno le viene a la cabeza la etiqueta «realismo mágico», que tanta fortuna ha cosechado en el mundo literario, si bien ella prefiere describir su escritura como «realismo por ausencia».
Se llame como se llame, le permite «tratar cosas muy ordinarias con una mirada un poco bizca», al tiempo convencional y extraña, vulgar a la par que insólita.
La chispa surge cuando esos polos opuestos se unen y normalizan, como si no pudieran existir el uno sin el otro, y lo extravagante se recibe como cotidiano.
Por todo ello, acepta con naturalidad las distintas etiquetas que le han endosado. Llega a decir, incluso sabiendo que se la puede criticar por sus palabras y, en cierta forma, estilo provocador, que «ser gótica mola».
Es más, llega a confesar que le gusta escribir relatos de horror porque este estilo literario «es el único género que toma en serio los miedos de las mujeres», y apostilla que lo que daña a las mujeres es la norma establecida, no lo que está fuera de lo normal.