Eran los años del plomo. La época más dura, cruel y sanguinaria de la banda terrorista ETA. Cuando ser funcionario, policía, guardia civil o concejal podía significar un pasaporte a la muerte con dos disparos por la espalda o a causa de las heridas provocadas por una bomba lapa. Pero no eran lo únicos, cualquier ciudadano podía y era blanco fácil de los asesinos: una bolsa abandonada, un tiroteo cruzado o la explosión de un coche bomba.
En 1996 hubo cinco asesinatos, entre ellos el jurista Francisco Tomás y Valiente o el histórico dirigente del PSE-PSOE Fernando Múgica, pero un año más tarde esa cifra se elevó a 13, entre ellos el concejal del Partido Popular en Ermua Miguel Ángel Blanco.
Fue en ese tiempo cuando la banda terrorista perpetró uno de los secuestros más inhumanos y brutales de su larga historia delictiva, el del funcionario de prisiones burgalés José Antonio Ortega Lara.
Una tortura de 532 días - Foto: Ángel AyalaEl 17 de enero de 1996, Ortega Lara fue secuestrado en el garaje de su casa en la ciudad castellana cuando volvía de su trabajo en el Centro Penitenciario de Logroño. Fue entonces cuando se inició uno de los relatos más crueles de la Historia reciente de España.
Escasos 150 kilómetros separaban Burgos de la nave industrial de Mondragón donde los etarras Jesús María Uribetxeberria Bolinaga, Javier Ugarte, José Luis Erostegui y José Miguel Gaztelu condujeron al funcionario. Allí, en un minúsculo zulo de 3 metros de largo, 2,2 de ancho y 1,80 de alto retuvieron a Ortega Lara durante 532 días hasta que el 1 de julio de 1997 agentes del Grupo Antiterrorista Rural (GAR) de la Guardia Civil le liberaron.
Enterrado en vida
El relato de los hechos es escalofriante. Cuando Ortega Lara despertó tras desaparecer los efectos de los somníferos que le habían suministrado, el funcionario miró desorientado dónde se encontraba, y vio una pequeña y húmeda habitación cerrada con el cartel del anagrama de la banda en una de las paredes. La peor de las pesadillas se cumplía: se había convertido en un rehén de ETA y estaba enterrado en vida.
Comprobó que solo podía estar completamente de pie en el centro del zulo, iluminado por una única bombilla. A su lado encontró un camastro, un saco de dormir, una mesa, una silla y un orinal. En el muro frontal, una pequeña puerta que comunicaba con una estrecha estancia desde la que se salía al exterior y junto a él una ventana desde la que le alimentaban.
Una de las esporádicas ocasiones en la que uno de sus cuatro secuestradores rompió el protocolo y accedió al escondrijo fue para sacarle las fotografías que sirvieron para reivindicar el secuestro y exigir al Gobierno de José María Aznar que pusiera fin a la política de dispersión.
En este estado, Ortega Lara se agarró a una rutina inamovible para mantenerse activo y lúcido. Se aferró a los tres pilares que también le sustentaban fuera: la familia, la religión y el método que le enseñaron los salesianos. «Hablaba todos los días con mi mujer y también rezaba. Todos los días igual: te levantas, te aseas, hace estiramientos, lees, rezas, limpias el habitáculo... Aunque tuviera el alma dolorida y el cuerpo destrozado nunca abandoné ese método», relató en las escasas entrevistas que ha concedido.
Esa rutina para no volverse loco también incluía hacer algo de ejercicio. Así que todos los días por la mañana, por muy débil física o mentalmente que se sintiera, realizaba cuatro pasos adelante, dos hacia la derecha, dos hacia la izquierda y cuatro hacia atrás. Poco después se abría el ventanuco y un etarra -el funcionario solo veía sus manos- le dejaba el desayuno. Esta operación se repetía en la comida y en la cena.
Para sentir la presencia de sus allegados, improvisó un marco con plástico en el que introdujo una foto de su esposa Domi y su hijo Dani. Con papel de plata, elaboró un crucifijo para la oración. Sus conversaciones con Dios eran permanentes. Se enfadó y se reconcilió con él muchas veces. No entendía cómo podía permitir lo que le ocurría.
Ortega Lara pasó las últimas semanas del cautiverio postrado en su camastro y casi sin comer. Su capacidad de lucha menguaba y la humedad se filtraba sin cesar por la pared. El sufrimiento era atroz. «Me llegué a sentir el ser más desgraciado que había sobre la faz de la Tierra», afirmó en una ocasión y llegó a idear dos formas de acabar con su vida.
Unas tensas horas
Pero antes de que Ortega Lara pudiera llevar a efecto su siniestro plan de suicidio, el entonces juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón dio luz verde a la Guardia Civil para que entrara en la nave de Mondragón, rescatara al funcionario y detuviera a todos los miembros del comando. Pero no fue tan fácil.
El 1 de julio de 1997 y tras varios retrasos horarios, los agentes entraron de madrugada en las instalaciones industriales y tras 60 interminables minutos de registro no encontraron nada. Incluso el propio magistrado llegó a preguntar al capitán del GAR si estaba seguro que el secuestrado estaba allí. Fue el empeño de los agentes por mover toda la maquinaria pesada que había en la nave lo que permitió abrir un resquicio de luz y un agujero.
Cuando bajaron los guardias encontraron a un Ortega Lara asustado, agachado y sin querer salir. No creía que venían a liberarle. Tuvo que asomarse el propio Garzón y asegurarle que estaba a salvo.