Más allá del fracaso del PSOE, con su peor resultado histórico en Madrid; del abismo que se abre delante de Ciudadanos tras no conseguir representación en la Asamblea; del frenazo de Vox, que parecía que podía «asaltar el cielo» y poner en duda la hegemonía de la derecha; y de la consolidación del proyecto de Íñigo Errejón (Más Madrid) como alternativa en la izquierda, al menos a nivel autonómico, las elecciones regionales del pasado martes dejaron dos nombres propios: Isabel Díaz Ayuso y Pablo Iglesias. Las dos caras de una cita con las urnas que acabó por consagrar a la nueva figura del PP al tiempo que condenaba al líder de Unidas Podemos al ostracismo, con adiós a la política incluido.
La dirigente madrileña ha conseguido duplicar sus escaños, quedarse con el voto de Ciudadanos, que no ha conseguido alcanzar el porcentaje mínimo para entrar en la Asamblea autonómica, y alcanzar una mayoría suficiente para gobernar.
Chamberilera del 78 y periodista de formación, se especializó en Comunicación Política, área en la que despuntó nada más llegar al Partido Popular, donde coincidió con Pablo Casado, de quien es amiga íntima desde hace muchos años. De hecho, fue de las primeras en apoyarle cuando optó al liderazgo del PP, ya que era, como defendía en aquel entonces, el momento de una generación de políticos jóvenes «sin miedo» a defender sus ideas.
Empezó en la formación bajo el paraguas de la expresidenta Esperanza Aguirre y se sumó posteriormente al equipo de la exdirigente Cristina Cifuentes. Por indicación del propio Casado, esta defensora de enarbolar la bandera de España y partidaria de no etiquetar a Vox en la extrema derecha empezó a exponer la postura del PP en televisión. El experimento salió bien y el presidente conservador la designó por sorpresa candidata a los comicios de 2019.
Tras una controvertida campaña, en la que fue noticia por sus espontáneas declaraciones, llevó al PP a uno de sus peores resultados en la autonomía debido a la fragmentación del voto en el espectro del centroderecha, pero evitó el sorpasso naranja que vaticinaban algunas encuestas. Con Vox garantizando su apoyo al Ejecutivo desde fuera, PP y Cs se dividieron las consejerías de un Gobierno regional que ella encabezaría y que tendría como portavoz al líder de la formación liberal, Ignacio Aguado.
Dos años duró el Gabinete, con duros enfrentamientos entre la presidenta y su número dos; y una pandemia que empezó a encumbrar a la baronesa popular. La crisis sanitaria fue un antes y un después en su carrera política. Aquella casi desconocida elegida por Pablo Casado para liderar Madrid se convirtió en el azote del Gobierno central, lo que le dio una visibilidad que no había tenido. La apuesta era fuerte y, sin elecciones en el horizonte, nadie sabía si beneficiaba o perjudicaba a la dirigente regional.
La moción de censura
Sin embargo, un inesperado movimiento de Ciudadanos en Murcia, donde se alió con el PSOE para intentar derrocar -sin éxito- al popular Fernando López Miras, precipitó los acontecimientos. Ayuso se adelantaba a sus adversarios políticos y adelantaba las elecciones. Ahora sí que su gestión en la pandemia, que le enfrentó no solo a Moncloa, sino a otros mandatarios autonómicos, iba a pasar la verdadera reválida a la que se someten los servidores públicos: las urnas.
Aprovechándose, precisamente, de esta batalla con Pedro Sánchez, la madrileña dobló aún más la apuesta, escenificando la campaña en clave nacional. El órdago estaba claro. La estrategia pasó entonces por multiplicarse: más de 60 entrevistas, actos electorales todos los días, visitas a dos o tres municipios o distritos en cada jornada, cientos de selfies con los ciudadanos... Aquella desconocida ya no lo era. Estaba naciendo una nueva estrella política a la que solo le faltaba la confirmación de los votos. Más allá de los gestos, Ayuso reivindicó un perfil propio, alejado incluso de su propio partido, y centrado en «la libertad» y algo tan ambiguo como «vivir a la madrileña», ante la mofa de sus rivales que ridiculizaron sus mensajes y su populismo.
Pero los ciudadanos le dieron su confianza, otorgándola 1.620.213 votos, que se tradujeron en 65 diputados, más del doble que los escaños que consiguió en 2019, 30. Todos los distritos de la capital y todos los municipios de la Comunidad, menos dos, se tiñeron de azul la noche del 4-M. Ayuso había ganado el órdago, reforzando su papel en el PP y en la política nacional. Numerosas voces dentro de la formación aseguran que tras estos comicios su liderazgo será indiscutible y afirman que si ella quiere, el siguiente paso será alzarse con el control del partido de Madrid.
Es, sin duda, la cara de la cita con las urnas del pasado martes.
Terremoto morado
Con Ciudadanos fuera de la Asamblea y el PSOE madrileño en manos de una Gestora tras la dimisión de José Manuel Franco y el paso a un lado de Ángel Gabilondo -que no recogerá su acta como diputado del Parlamento regional-, se complica a quién otorgar la cruz de esa moneda que tiene en Ayuso la cara.
Pero si hubo otro candidato que apostó casi tan fuerte en los comicios como la popular fue el líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias. Dejó la Vicepresidencia segunda del Gobierno con el objetivo de salvar a su formación, que corría el riesgo de seguir el camino naranja y no lograr representación, y de convertirse en la referencia de la izquierda en Madrid. Lo primero lo logró, pero se quedó muy lejos de lo segundo. Y decidió irse, no solo de la Asamblea, sino también del partido y de la política, en una inesperada decisión que sacude a la política nacional.
A sus 42 años, Iglesias ha sido profesor universitario, fundador de Podemos, candidato a las europeas y cuatro veces a las generales y, como colofón a tan fulgurante como corta carrera, vicepresidente del primer Gobierno de coalición de la democracia. Un paso por el Ejecutivo central con muchos claroscuros, con un balance de gestión escaso, según sus críticos, y con tensiones internas con el PSOE que día sí, día también, llegaban a las portadas de los periódicos y a los telediarios.
Pero, como en ocasiones anteriores, no confió a nadie el reto más complicado: salvar a Unidas Podemos en Madrid. De nuevo el hiperliderazgo que censuraron algunos de sus antiguos compañeros -Íñigo Errejón, Carolina Bescansa o Ramón Espinar- volvía a hacer acto de presencia. Así, decidió arriesgar su posición política -no su sueldo, ya que cobrará una indemnización igual al salario que percibía como vicepresidente segundo durante el próximo año- y fió todo a una movilización masiva de los barrios del sur y municipios de la periferia madrileña para intentar el vuelco político, al entender que ahí residía una mayoría de izquierda pero tendente a la abstención que, sin embargo, podría volver a las urnas con él como reclamo. Una tesis que, a tenor de los resultados, quedó desmontada al teñirse de azul el mapa de la Comunidad. Su mensaje de plantear los comicios como «una defensa de la democracia» ante el avance del «fascismo y la extrema derecha», que parecía evocar una antítesis del lema conservador de comunismo o libertad, no penetró en un electorado que se movilizó de una forma histórica. De hecho, él mismo reconoció la noche del 4- M que su figura genera un efecto movilizador contrario a los intereses de la izquierda.
Tampoco resultó exitosa su confrontación con Ayuso ante la gestión de la COVID, ya que apenas erosionó a la popular pese a responsabilizarla de los peores datos del país en contagios, fallecidos y hospitalizados.
Así, la cita regional con las urnas acabó con la carrera política, al menos de momento, de quien fue el enfant terrible de la vida pública española, dinamitero del bipartidismo y catalizador de la nueva izquierda, y que acabó convertido, según él, en un «chivo expiatorio» del sistema.