Un bosque de alcornoques y un torreón centenario esperan al viajero en el coto de Foncastín de Oliegos, que desde hace medio siglo alberga a los cepedanos transterrados por el embalse de Villameca en un pueblo blanco de diseño geométrico. El camino desde la autovía hasta el mirador del Zapardiel discurre entre cascajares de viñedo y algunas motas de pinar. En el cotarro que protege al pueblo de los vientos hay una bodega monumental, con un cañón de casi un kilómetro, del que parte una sisa de trescientos metros, pero está abandonada. Fue del Marqués de la Conquista, descendiente de Pizarro, que vendió estas tierras a los cepedanos desterrados por el embalse de Villameca.
Antes de llegar a Foncastín, impone su estampa enjalbegada un cementerio reciente, de diseño mediterráneo. Lo arropa hacia el ocaso una isla forestal en la que conviven encinas canijas y pinos de buen porte. En el coto de Foncastín, sometido al laboreo de la ‘abrasada gleba’, como escribió el poeta Antonio Gamoneda, “cuajado en la luz, hirviendo, después de mucha tierra deshabitada de pájaros, surge un pueblo”. El caserío blanco comparte la solana con las viejas corralizas de la finca agrícola. Fue uno de los primeros poblados de colonización agraria y a pesar de todo llegó seis años tarde. Su autor, el arquitecto Jesús Ayuso Tejerizo, tenía la experiencia de haber intervenido en las trazas de la Granja Escuela José Antonio de Valladolid y más tarde se incorporó al equipo del Instituto de Colonización, para el que dibujó nuevos poblados en Hellín y otros pagos manchegos. Su actuación en Foncastín revela el propósito de urbanización del mundo rural que guió los pasos del Instituto y responde a la fórmula de combinar una cierta vanguardia arquitectónica con las dosis precisas de pintoresquismo comarcal.
Este poblado y el de La Vid, en la ribera burgalesa del Duero, son los primeros de Castilla y León. Luego se sucederán las actuaciones, que tuvieron especial incidencia en la segunda mitad de los cincuenta y primeros años sesenta. Lugares salmantinos como Castillejo, Santa Inés, Santa Teresa, El Torrejón o Fresno Alhándiga, vallisoletanos como La Espina o San Bernardo, o palentinos como Villoldo o Cascón de la Nava responden a ese impulso. Aunque el ejemplo más importante sea el zamorano Ribadelago, urgido por la catástrofe que ocasionó la rotura del embalse del Tera. Foncastín supuso la primera intervención colonizadora, acuciada por la necesidad de realojar a los vecinos de Oliegos, único pueblo anegado por el embalse de Villameca, en la comarca leonesa de la Cepeda. Como ocurrió en tantas otras obras hidráulicas, la ejecución del embalse quedó interrumpida por la guerra civil, de manera que los afectados recibieron el pago de sus bienes diez años después de haber sido tasados. El camino del éxodo lo recorrieron entre el 28 y el 30 de noviembre de 1945, hacinados en un convoy ferroviario de treinta vagones los vecinos y sus animales y enseres, incluidos los santos, las campanas y los carros. Antes de que pasara un año, en la tarde del 2 de octubre de 1946, Franco inauguraba el pantano de Villameca.
El viaje de los olegarios, que es como se llaman a sí mismos los vecinos de Oliegos, partió de la estación de Porqueros, adonde llegaron por sus medios, hizo alto y noche en Astorga, parada en León, donde la ciudad los agasajó con una comida en el parque de San Francisco, y en Valladolid, para pasar la segunda noche. Desde Valladolid, en la mañana del 30, los vecinos, a quienes acompañaban el cura con sus preces y la maestra tocando la pandereta, fueron trasladados en autobús a Foncastín, mientras la impedimenta seguía viaje ferroviario hasta Medina.
Al llegar a su destino, metidos casi en diciembre, comprobaron con decepción que del pueblo nuevo prometido no había ni rastro y tuvieron que refugiarse en las corralizas del marqués, dejando animales y enseres a la intemperie. Todavía tardarían seis años en levantarse las casas, diez la iglesia y bastante más el cementerio. Aquella mudanza forzada les había soplado los cuatro millones y medio de la indemnización y los empeñaba durante veinte años con el Instituto de Colonización. Incluso el viaje, jaleado de discursos patrióticos a su paso por las ciudades, les costó la fortuna de diecisiete mil pesetas de entonces. Y para colmo, les esperaba el áspero malestar de los jornaleros de la finca, temerosos de perder el empleo de sus brazos.
Los transterrados trajeron al valle del Zapardiel, con sus ganados y aperos, las costumbres cepedanas en la guarda de las veceras o en la carga de los carros. Enseguida descubrieron la fertilidad agrícola de aquella amplia hondonada para el cultivo de remolacha. Todavía hoy, después de más de medio siglo desde su llegada, el caserío blanco se reparte la solana con las corralizas del marqués. Un arco, rematado por una hornacina vacía y una veleta con gallo, marca la frontera entre la pulcritud y la mugre. La plaza es el cogollo de Foncastín, al que asoman las calles del poblado y en el que se alzan la iglesia y la casa del concejo. En medio, la imagen de una mujer con azada preside el recinto mirando a las campanas traídas de Oliegos.
El interior de la iglesia guarda los santos rescatados del pueblo antiguo junto a la sorpresa de un mural espléndido, obra del artista Manolo Rivera, uno de los integrantes del grupo El Paso. El otero que respalda al caserío ofrece un mirador inmejorable hacia las lomas forestales del entorno y sobre la hondonada del Zapardiel, donde destaca solitario entre sembrados el torreón medieval de vigilancia. Un río remansado en el humedal del valle, que más recuerda al Zapardiel cervantino “famoso por su pesca” que al cauce seco que atraviesa Medina. En término de Foncastín se encuentra uno de los raros y centenarios alcornocales de la provincia, cuyos árboles se desnudan de su corteza cada diez veranos para aprovechar el corcho y deslumbrar al paseante con su tronco carmesí.