Marian Valdeolmillos pasó muchos años luchando contra un «demonio» que se posaba en su hombro y le susurraba que debía seguir absteniéndose de comer. La «vocecilla», como ella dice, es una forma de referirse a una conciencia que no paraba de repetir que no podía entrar un gramo más de grasa en el organismo. Aunque los especialistas le dijeran que su vida estaba en peligro cuando llegó a pesar menos de 44 kilos.
Daba igual que su índice de masa corporal fuera excepcionalmente bajo. Ella se ponía frente al espejo y se seguía viendo gorda. Es lo que los especialistas conocen como distorsión perceptiva. Marian se había instalado en una zona de confort en la que creía tener el control absoluto de su cuerpo. Un ‘tesoro’ muy valioso en una etapa de su vida en la que era lo único que pensaba que controlaba. Cuanto más peso perdía, mayor era su sensación de seguridad. No había límite. Y si había que mentir a su familia, lo hacía sin vacilar. «Ya he comido antes», era uno de sus mantras, pese a que esos alimentos hubieran acabado en la basura. El día que acudió a un endocrino, arrastrada por los demás, el diagnóstico cayó como un losa: «Tienes anorexia». «Yo no lo creía, porque me seguía viendo gorda», asegura.
Aunque habitualmente esta enfermedad presenta sus primeros síntomas en la adolescencia, su tratamiento puede prolongarse durante años. De hecho, según los datos facilitados por Sacyl, la edad media de las 103 personas que estaban en tratamiento en Valladolid a 1 de enero de 2018, es de 31 años. El 96 por ciento son mujeres. El caso de Marian no es el más habitual. Sus ganas de comer se esfumaron en la edad adulta, después de sufrir un problema personal grave. Su vida pasó a dividirse entre las horas que pasaba aislada en casa y las que empleaba en ‘machacarse’ en el gimnasio. «Llegué a pasar días enteros a base de café con leche porque me sentía culpable por comer una simple ensalada y, cuando lo hacía, eso tenía que ir fuera», dice. La fórmula a la que recurría era provocarse vómitos a escondidas en el baño. Su obsesión con la báscula solo era comparable a su odio a los espejos. «Me miraba y me daba asco, y ponerme delante de un plato de comida era un tortura», reconoce. Al final todo derivaba en llantos, ira y rabia porque no sabía lo que le estaba pasando. Hasta que llegó al Centro Específico de Tratamiento y Rehabilitación de Adicciones Sociales (Cetras), sede de la Asociación Castellano Leonesa de Ayuda a Familiares y Enfermos de Bulimia y Anorexia (Aclafeba), ubicada en la avenida del Valle de Esgueva. «Después de reconocer la enfermedad, y aunque haya recaídas, con las herramientas que te dan te das cuenta de lo que este trastorno te puede producir: la muerte», sostiene.
El psiquiatra Blas Bombín, fundador de Aclafeba y experto en adicciones, asegura que los trastornos de la conducta alimentaria tienen un carácter emocional y se producen por «alguna dificultad en la relación entre la persona y la comida». Además, no tienen origen metabólico, como puede suceder con la obesidad, sino mental, aunque hay factores hormonales que pueden favorecerlos. Bombín recalca que todo el mundo es susceptible de sufrirlos, pero «son más frecuentes en los países con mayor nivel de vida y abundancia de alimentos». Precisamente donde son más machacones los mensajes publicitarios y de los medios de comunicación que rinden culto al cuerpo. «Lo que pasa en estos casos es que la mente cae rendida a estos cantos de sirena», explica Bombín.
Los primeros síntomas suelen aparecer cuando la joven presenta «cierto rechazo» a las formas que su organismo desarrolla en la transición de la niñez a la edad adulta. «La niña ve que se empieza a convertir en esa mujer que en realidad le horroriza, y se inicia una etapa de sufrimiento», explica Bombín. Es habitual que este trastorno también se presente en jóvenes «que han sido estigmatizadas por un cierto sobrepeso». Con un simple comentario de los demás se puede iniciar una cruzada para adaptar el cuerpo a lo que exige la sociedad, en lugar de aceptarse tal y como es. «Suele aparecer el problema en niñas muy exigentes, que quieren ser perfectas», asegura.
Inseguridad. Relativizar los mensajes que llegan del entorno también es importante para no caer en uno de estos trastornos. Lo sabe muy bien Cristina, que desde hace años mantiene una lucha diaria contra la bulimia, una enfermedad que esconde «mucho sufrimiento». Ella fue una niña muy delgada, que nunca quería comer. Tanto, que tenía que tomar vitaminas y le tuvieron que hacer un vestido especial para la comunión porque todo le quedaba muy grande. «Tengo la imagen grabada de un familiar que preguntaba a mis padres si me daban de comer, porque estaba muy flaca», dice. Pero no fue esa frase lo que más le afectó: «Lo peor eran las miradas».
Al llegar a la adolescencia, su cuerpo empezó a adquirir el desarrollo propio de esa etapa, y ella comenzó a ganar peso. «¡Mira cómo estás, con lo delgada que has sido siempre!», decían entonces las personas de su entorno. A esta presión se añadía la de su familia. «Mi madre siempre estuvo muy pendiente de su cuerpo y de que yo no engordara, y mi padre era muy exigente, y yo quería agradarle», recuerda. Esta situación hizo que Cristina hiciera dieta en casa, pero se «liberara» cuando salía fuera. «Empecé a robar comida y a levantarme por la noche para comer cosas, como un paquete de magdalenas», recuerda. Llegó un momento en el que hacía todo lo que le ordenaban en casa. Si sus padres imponían dieta, ella hacía dieta; si había que ir a una clínica, lo hacía sin replicar. «Pero en cuanto tuve acceso a un sueldo, me iba a las pastelerías y quioscos a comer sin control, porque buscaba la comida como la droga», explica. Ella no era consciente de esos atracones, porque los consideraba una liberación de la presión de casa. «La comida no me llenaba el estómago, sino el vacío emocional que tenía», asevera. Como los conflictos cada vez eran mayores con los estudios, el trabajo y el entorno social, cada vez recurría más a la comida para calmarse.
Finalmente decidió irse a Madrid y allí pasó una etapa más estable. Pero la vida le volvió a golpear duro con el fallecimiento de su hermana. «Era la que me llenaba emocionalmente... la madre que no encontraba», asegura. Cristina volvió a hundirse hasta el punto de pedir ayuda. Acudió a una psicóloga en la capital y le planteó que tenía un problema con la comida. «Pero no todos los profesionales están preparados para esos conflictos, y ella estuvo cinco años tratándome el resto de nudos que tenía en mi vida», recuerda.
La siguiente recaída, por otro conflicto emocional, hizo que Cristina enfermara y se quedara sin trabajo. «Perdí la vida entera», dice sin poder reprimir las lágrimas, aunque el doctor Bombín interrumpe: «No, la vida no, estás aquí, y muy viva». En esa época se desataron «un montón de fobias» y atravesó 23 crisis de pánico. De vuelta a Valladolid, se estabilizó durante otro periodo, pero la bulimia que ella había podido, más o menos, contener, acabó desatándose. Los atracones empezaron a ser diarios y en un año engordó 40 kilos.
Ahí es cuando recurrió al doctor Bombín, al que conocía de leer sus publicaciones. Acudió a su consulta con la esperanza de que le dijera que no era bulimia lo que tenía, pero Bombín confirmó lo que ella ya sospechaba. Tocaba ponerse en tratamiento. «Cerré los ojos y me dejé llevar, todo lo que me decían, lo hacía, aunque no creyera en ello», sostiene. Una «sumisión terapéutica», como dice Bombín, fundamental para que el tratamiento tenga éxito. Y en ello está.
En el sistema público. Sacyl atiende a 56 personas en Valladolid por bulimia, 52 de ellas mujeres, con una edad media de 41 años. En total, en toda Castilla y León hay algo más de 650 personas en tratamiento por anorexia y bulimia en el sistema público de salud.
La influencia familiar es fundamental. Para bien o para mal. Con los primeros síntomas suele llegar la incomprensión en el entorno del paciente. Familiares que no entienden lo que está pasando y culpan al enfermo de todo. «Está niña es tonta» o «es una caprichosa», suelen ser frases que se clavan como puñales. Blanca Bartolomé es madre de una chica que padece bulimia nerviosa y explica que «te das cuenta de que hay algo que no funciona cuando ves en casa a una persona triste, que llora por cualquier cosa y reacciona de forma desmesurada ante cualquier pequeñez». Y aunque intentes hablar con ella, resulta muy complicado. Por eso, desde Cetras ofrecen formación a los familiares, para que sepan cómo afrontar unos problemas que pueden destrozar familias enteras. «La primera vez que mi hija vino aquí y le hicieron un diagnóstico certero, salimos y me dijo que se sentía entendida», añade Bartolomé. Y eso ya es un paso enorme.
En Aclafeba se aborda un tratamiento multidisciplinar. En un mismo caso se implican psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales, dietistas, etcétera. No hay otra forma de resolver el problema. Vinda González forma parte de este equipo, y no solo es trabajadora social y dietista. También es un «ángel de la guardia», como los propios pacientes la definen. «Nuestro objetivo es que ellos lleguen a normalizar su relación con la comida», dice. Se trata, en definitiva, de evitar que la utilicen para gestionar sus emociones. Y para ello se recurre a terapias individuales y de grupo, porque compartir las herramientas que han ayudado a cada uno es muy inspirador.
Hace falta mucho trabajo y valentía para superar estas enfermedades, pero es importante tener siempre claro que el objetivo es posible. Marian y Cristina están recorriendo ese camino. Y lo van a conseguir.